Una reflexión sobre la actual Bienal de Venecia

La 54a Bienal de Venecia ha respirado un aire más tranquilo que otras ediciones , según describe Ángela Molina en un reportaje especial para el suplemento Babelia, que presentamos a continuación:

Sobre el anaranjado del crepúsculo veneciano, la 54ª bienal que dirige Bice Curiger se dibuja con una lucidez imprecisa, y hasta se podría decir que resulta ilegítima su parcial rehabilitación del exultante optimismo de los años ochenta, aunque el lugar de la máscara y el brío sean el Palazzo delle Esposizioni Della Biennale (el histórico pabellón italiano) y el Arsenale, que, como en los escenarios mágicos de las fábulas, nos permiten distraernos de la seriedad de la vida. El presidente de la Biennale, Paolo Baratta, afirmó recientemente en un tono neodadá que «estos últimos años, desde la primera bienal de Szeemann, en 1999, han sido un hermoso viaje desde las barbas de Harald al pintalabios carmesí de Bice».

Harald Szeemann sentía respeto y cordialidad por la vida, sabía que ésta no era un valor absoluto, sino una apuesta, un coup de dés. Fue quizá su intuición más penetrante. Bice Curiger, suiza como Szeemann, tampoco se ha dejado dominar por el pathos del presente, en la creencia de que al arte no le hace falta un prontuario de indignación, simplemente la belleza y el mundo. El título de su bienal, IlumiNaciones, responde a su tenaz creencia de que el artista es capaz de encontrar los valores y sondear sus abismos con una inocente efusión de los pálpitos del deseo, la vibración de la vida. Pero Curiger, que tuvo a Szeemann como mentor y amigo hasta la muerte de éste, en 2005, no ha sido capaz de desenmascarar la creciente abstracción de una realidad cada vez más absorbida en su propia mise en scène y en su lugar ha optado por formalizar un sentimiento de predicamento común entre los artistas, que defienden una melancolía sofisticada, una visión pastoril, obligados a repudiar el compromiso para volver al edén del trabajo honesto y laborioso.

De la misma manera que las teorías «respiracionistas» defienden que el ser humano es capaz de vivir alimentándose solamente de luz natural, la comisaria de Zúrich parece decirnos que el luminismo de una aurora boreal es suficiente para proporcionar un intenso placer a la mirada. Su empeño curatorial es de una ingenuidad que encoge el corazón. Nos preguntamos qué quería Curiger con su tesis, si construir el espacio seguro y abarcable del arte o la prueba de la imposibilidad de ese espacio. Quién sabe qué adolescentes coordenadas trazó en su pensamiento para llevar a los espacios de la bienal los diferentes haces de luz que van desde la paleta de Tintoretto hasta la actualidad, con la onda fluyente de cinco preguntas dirigidas a los artistas: ¿es la comunidad artística una nación?; ¿cuántas naciones crees que tienes dentro?; ¿dónde te sientes como en casa?; ¿hablará el futuro en inglés, o en qué otra lengua?; si el arte fuera una «nación», ¿qué es lo que se redactaría en su Constitución?

Esta edición es explícitamente diferente de las anteriores; ni multicultural (Szeemann), ni abrumadoramente coral (Bonami), ni feminista (De Corral/Martínez), ni Capitán América (Robert Storr), ni el contemporáneo utópico de los años sesenta y setenta (Birnbaum). Si bien hoy hasta la disidencia resulta muy rentable -el activista chino Ai Wei Wei ha debido de comprobar la revalorización de sus obras después de su detención y arresto por el Gobierno de su país-, Curiger ha optado, a riesgo de no ser entendida, por el discurrir de la vida ligera y discreta, mostrar los logros de la felicidad y el optimismo -que también son restos de un naufragio-, eso sí, bajo la amenaza recurrente de dos mil palomas disecadas que observan al visitante desde las vigas del pabellón central (Maurizio Catellan).

Más allá de la satisfacción de poder ver una decena de trabajos interesantes (como el parapabellón del siempre excéntrico y refinado Franz West (1947), con quien uno se iría tranquilamente a tomar una buena cerveza), es importante señalar algunas impresiones tras la visita, como la presencia de colectivos de artistas (Birdhead, Mai Thu Perret, Das Institut, GELITIN), o la abundancia de autores que han nacido en Israel o son de origen judío, aunque prácticamente ninguno de sus trabajos están absortos en la afirmación de la propia identidad. Más de la mitad de los 89 seleccionados son nacidos en la década de los sesenta y setenta, muchos centroeuropeos -que trabajan en Alemania, Suiza, Italia, Francia- y norteamericanos, y muy pocos de Latinoamérica y África. La mayoría de las obras -con un predominio de la pintura y las instalaciones- tienen un aire doméstico. Como buena editora, Curiger prefiere el espacio privado al público, el intimismo a las proclamas, la victoria de la luz frente al análisis de los oscuros y decadentes procesos político-económicos abandonados al juego del más fuerte. De ahí que, a pesar de la abrumadora presencia de mujeres artistas, la suya no es una bienal activista, si seguimos la máxima de que la mujer tiene que salir de su domesticidad para poder influir en el espacio público y en la colectividad.

Hay autores definitivos (David Goldblatt, Rosemarie Trockel, Cindy Sherman, Sigmar Polke) cuyos trabajos languidecen en un mal dispositivo; fotógrafos que son capaces de iluminar la miseria (Dayanita Singh), o estrategias didácticas de montaje y desmontaje (la del colombiano Nicolás Paris, que presenta un aula de arquitectura y dibujo y que por sí mismo merecería una exposición individual). La californiana Norma Jeane (¡) (nacida el mismo día de la muerte de Marilyn) invita al público a manifestarse con mensajes en la pared hechos con trozos de plastilina que se han de extraer de un cubo tricolor colocado en el centro de una habitación blanca. Mientras, el chino Song Dong ha transportado al Arsenale pieza a pieza la casa paterna, de 150 años de antigüedad. Y el filme del que todos hablan, muy oportuno para una bienal tan suiza, The clock(2010), del estadounidense Christian Marclay, premio del jurado, 24 horas de montaje con escenas tomadas del universo cinematográfico donde aparece un reloj que marca una hora que coincide con la del espectador en tiempo real.

En los pabellones de I Giardini las ideas y el compromiso político fluyen más alegremente. A favor del pabellón español hay que decir que el de Dora García es un espacio vivo, rebosante de actividad, mientras que el francés -una rotativa por la que fluyen imágenes de desaparecidos- es una catacumba ad maiorem gloriam de Christian Boltanski. El pabellón inglés (Mike Nelson) recrea fielmente la «guarida» de un fotógrafo del siglo XVII, una construcción que ya se presentó en la Bienal de Estambul de 2003. La instalación del suizo (Thomas Hirschhorn) presenta el arte como cristal resistente, pero se queda en una divertida amalgama de objetos salvados de uncontainer. En el alemán (premio al mejor pabellón), Christoph Schlingensief -fallecido repentinamente hace un año- reproduce con una estética fluxus la iglesia de su niñez donde fue monaguillo. Una de las sorpresas más agradables viene de Lituania; la firma Darius Miksys, quien pone a disposición de los visitantes un catálogo de 173 artistas del país que recibieron durante los últimos años becas o premios del Gobierno. El público puede decidir las obras que quiere ver y a partir de esa selección se reorganiza diariamente la exposición dentro del pabellón. Iluminador y preciso.

54ª Bienal de Venecia. Hasta el 27 de noviembre. www.labiennale.org

 

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