Déficit de deleite

Por Bernardo Tobar Carrión

Con la receta de levantarse cada mañana y desayunar crónica roja, o cuando más, amarillista, y a continuación desplazarnos en un tráfico infernal con destino al pan con el sudor de la frente -condena bíblica con que se paga a perpetuidad una mordida al fruto prohibido-, nos disponemos a pasar las horas más luminosas del día cumpliendo obligaciones, con el ánimo predispuesto gracias a inexplicable compulsión por la mortificación cotidiana, que da con las ondas de aquella emisora de la verdad inapelable, reivindicación que se reitera tanto que uno sospecha que vivimos rodeados de mentirosos. Termina la rutina gris apiñada de tareas de utilidad dudosa y la convicción, envigorizada por la estimulante jornada, de que practicaremos el salto nocturno del tigre… hacia la fosa de entierro de los sueños frustrados.

¿Cuántos escapan, con una mano en el pecho de la sinceridad y la otra, en la bisectriz del placer -me refiero a un libro abierto por la mitad-, a este patrón del sufrimiento existencial? ¿No es este un valle de lágrimas dónde cada quien está obligado a experimentar el dolor como prueba de trascendencia? Y para colmo este complejo idiomático de poner mayúsculas al traspié y diminutivos a la prosperidad, en plan sobreviviendo en el trabajito, endeudado para la casita, celebrando el aumentito, estrenando el carrito, país de pequeños productores, país chiquitito -de corruptos, si creemos en las cantaletas sabatinas-. Es todo un andamiaje cultural que ensalza el sacrificio, mas no premia el éxito resultante, al que pone el coto del igualitarismo; que se consuela con el mal de muchos, corregido y aumentado, y sospecha del don de algunos, estigma de pelucones. Es el paradigma que ve el jardín vecino más verde y mira a la bonanza como un inalcanzable beneficio para quienes nacen con estrella, predestinados. Es en el fondo la justificación de la propia comodidad, la manera de no hacerse cargo del destino personal, de echarle la culpa a alguien más por el infortunio. Por eso es popular el populismo, pues a la mayoría encanta que le hagan creer que no es culpable de nada, que su suerte se la han rifado los neoliberales con la complicidad del imperio.

No son generalmente infelices los pueblos porque tienen malos gobiernos; la causalidad es inversa: hay malos gobiernos porque son votados por pueblos deprimidos, resignados a su suerte con tal que la sufran también otros más afortunados. Y la felicidad no es el resultado de las posesiones ni de las posiciones, sino de cómo usamos la mente, hacia dónde la enfocamos y qué tipo de pensamientos permitimos que se cultiven en el campo neuronal. A los niños podemos enviarles a los mejores colegios, ofrecerles formación académica de vanguardia, ejercitarles en la lógica aristotélica, pero si no aprenden a usar su mente como una llave que permite únicamente el ingreso de pensamientos estimulantes, positivos, felices, que afiancen su confianza en sí mismos y el control de su destino, seguirán contribuyendo a la cultura del subdesarrollo, sacrificando libertades en beneficio de estados redentores.

Más relacionadas

2 Comments

  1. Un editorial lleno de análisis, reflexión y verdades. Sigan con su buen trabajo LaRepública que a este paso muchos fieles lectores se ganarán.

  2. Bernardo: Lo que escribes es tan real y patético que nos pones a pensar en la dura verdad que estamos viviendo.
    ALM. Victor Hugo Garcés P.

Los comentarios están cerrados.