Supositorio cultural

Por Bernardo Tobar Carrión

Hace un año, la Liga de Defensa de los Ciudadanos de Virginia celebraba la eliminación de las restricciones al derecho de las personas a portar armas en bares y restaurantes. Las limitaciones al derecho individual, en este caso a portar armas, se hallaron contrarias a la denominada Segunda Enmienda de la Constitución estadounidense, aprobada en 1791. Un mes después, una corte de California declaraba inconstitucional otra prohibición, impuesta por consulta popular, inmunizando las cuestiones de elección personal de la intromisión de las mayorías. Hace menos de tres meses, otra corte federal dejó sin efecto, por inconstitucionales, ciertas disposiciones de la polémica Ley de Arizona, especialmente las que facultaban a las autoridades a inspeccionar papeles a individuos de sospechosa calidad migratoria y las que criminalizaban a quienes no portaran documentos, extremos contrarios a la libertad de tránsito y a las competencias de las autoridades gubernamentales. Recuerdo todo esto al leer, también en el Washington Post, que otra ley estatal que prohibía la venta o el alquiler a menores de juegos de video con contenido violento acaba de ser declarada inconstitucional por la Corte Suprema, por violatoria de la libertad de expresión y porque deben ser los padres, y no burócratas gubernamentales, los que decidan lo que es apropiado para sus hijos.

En el Ecuador, estamos acostumbrados al síndrome del control, que la revolución ciudadana aplica con más fervor dogmático pero no menos distorsión conceptual que la mayoría de Gobiernos precedentes. Es la cultura de la resta, de raigambre colonial: menos libertades, menos espacios, menos mercado, menos inversión, menos iniciativa, menos tabaco, menos crítica -excepto para las élites de turno-; el único que suma es el Estado: más leyes, más regulación, más planificación, más permisos, más impuestos. No somos bananeros porque este sea un importante producto de exportación, sino porque simboliza la envergadura del supositorio cultural que tiene a la gente inmóvil, creyendo en la sanación, mientras le clavan la décima reforma tributaria.

Como se ve, ya leyendo el Washington Post o un periódico local, los excesos del poder, el recurso a consultas populares para limitar derechos y ampliar prohibiciones, la tentación por legislar para expandir el control, no son solamente tercermundistas, son vicios comunes al ejercicio de la autoridad política, aunque expresados en un temblor apenas perceptible en las sociedades desarrolladas, y a ritmo trepidante y destructivo de terremoto en las del extremo opuesto. La diferencia está, por una parte, en el papel independiente de la justicia, que no duda en defender los derechos de las personas frente al poder público, que termina en consecuencia sometido a los límites del derecho y no librado a los impredecibles desafueros de su capricho; pero, sobre todo, está en sacudirse el placebo cultural que tiene a la gente rindiendo culto al Estado, secuestrada su ilusión de cambio, mareada al vaivén de sus refundaciones coyunturales, como lo evidencian veintiún constituciones.

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