Yo también fui residente

Por Fernando Delgado

Como buen Azuayo que se precie, yo también fui residente durante una época en mi vida.

Buscando mejores días, me encontré con una oferta de trabajo que era muy buena como para decir que no. El único problema:  el trabajo quedaba a más de mil millas de mi casa. No estaba ya para pensar que podía hacer este nuevo viaje de vida solo, así que decidí llevarme a mi familia. Mi esposa y mi hijo, son mi familia.

Ya había estado, en más ocasiones de las que puedo recordar, en nuestro puerto de destino, pero esta vez era diferente, esta vez las cosas habían cambiado, y todos debíamos ser aprobados y aceptados dentro de los residentes legales de nuestro nuevo hogar temporal.

Hogar temporal y siempre en riesgo de dejar de ser nuestro hogar, cada año, cada mes de Mayo, debíamos someternos una vez más al proceso de ser ratificados como seres exógenos aceptables.

Entre renovación y renovación de mi permiso de trabajo, debía constantemente mirar encima de mi hombro, temía el  poder ser escuchado por alguien que me reportaría, por la puerta trasera, a la autoridad de control migratorio. Los comentarios de aquellos considerados como los  más influyentes de este grupo, eran preciados como si fueran  reportes para la Staasi, y eran lo suficiente como para que no hubiera una nueva renovación.

Debo reconocer, que el ser considerado como mano de obra calificada y cualificada, hacia la vida bastante agradable. Con mi tarjeta de identificación amarilla, que me determinaba como un inmigrante temporal, podía acceder a algunos de los derechos de los residentes permanentes de la Isla de Indefatigable,

Yo, y mi familia éramos el equivalente contemporáneo de los “Colored” en este régimen de Apartheid, en medio del Pacífico. Nunca  pude, en los tres años que viví allí, desensibilizarme cada vez me tocaba  ser un espectador de  una redada de la migra local.

Temprano en la mañana los camiones y las furgonetas comenzaban su recorrido, cazando ilegales.

Los ilegales, son étnicamente blancos fáciles de reconocer.

Los camiones llegaban, vomitando agentes del orden, amanuenses y escribas del secretariado que buscaba encargarse de la solución final para  la identificación y erradicación  de “personas en situación irregular”. Una vez capturados, los “irregulares” eran conducidos a sus casas, donde tenían algo de tiempo, para recolectar sus corotos, para inmediatamente ser trasladados al aeropuerto (o al puerto si se tenía mala suerte), y ser expulsados sumariamente.

En el periodo de tiempo que vivimos allí, tuvimos la inmensa fortuna de encontrar a una familia extendida de amigos, que sentíamos ser parte nuestra desde siempre.

Conocimos a Michael y Stephanie, quienes  habían llegado del otro lado del mundo atraídos por este paraíso embriagador. Pero después de haber hecho todos los deberes, después de Stef haber parido a sus dos hijos en su casa en las montañas, después de cientos de miles de dólares invertidos en un sueño tornado una pesada prueba de paciencia, amor e impotencia, siguen temiendo por saberse predecibles.

Todos los años saben que podría ser el último, si el horripilantemente deficiente sistema pierde una vez más, el certificado de no sé qué demonios, de su carpeta. Documento  que estaba el año pasado allí, pero ya no está: “se ha de haber caído”. -Su carpeta no entro al último comité y por eso, hasta que se reúnan la próxima vez, sus hijos no pueden volver- le dijeron a Stef una vez en el aeropuerto.

Conocimos a Reyna y a mi sobrino El Negro, quienes decidieron que la vida era allá, y porque aman desde hace mucho tiempo más que yo o que Michael a esta tierra áspera y bella. Son parte de los elegidos, y así debe ser.

Conocimos al Champi y a la Cris, Emilio y Adrian,  a Caye y Marisol, que según Álvaro, mi hijo, es mi nuera. Conocimos a Karina.

Conocimos y queremos a los Balfour, a los Donoso, a los Sievers y a los Shryer,  a los Angermeyer y a los Gil. Todavía nos vemos con los Vezinhos papás del Tomás.

También conocimos a algunitos de los que preferimos no acordarnos.

Pero conocimos a los Grenier y solo por ellos ya habría valido la pena.

Conocí la arrogancia del ignorante armado con el sello de caucho, a la secretaria vaga, al archivista que jugaba solitario todo el día.

Allá conocimos (a)gentes, lugares, paisajes y a viejos habitantes inolvidablemente bellos. Tristemente ajenos, temerosos de conocer a una nueva camada de recién llegados, porque nos saben, con fecha de expiración.

Ahí conocí el miedo del no pensar y allá conocí a Godfrey a Noemí, a  mi compadre Julian y a mi comadre Allison, a Polito y  a Coqué.

Salimos de Galápagos, antes que caduquemos en el mes de abril, de vuelta a Quito.

Antes de caducar y en busca del nuevo sueño.

Como buen azuayo fui residente, solo que yo, lo fui en el Ecuador. Un ciudadano de segunda, con una serie de derechos restringidos o simplemente eliminados, como el  derecho a cumplir mi obligación de votar. Nunca quisimos quedarnos para siempre. Queremos demasiado esas islas como para ayudar con los datos de crecimiento demográfico. ¡Pero que jodido que fue hacer bien las cosas! Que triste fue no poder dar clases en el Colegio Nacional Galápagos, porque yo solo podía trabajar en la empresa que me había contratado y porque mi presencia podía hacer que los profesores no reciban algún bono por horas extra.

¿Ya les dije que el trabajo en el colegio lo hacía gratis?

Roguemos pues que la odiosa de la Gobernadora de Arizona, nunca se le vaya a ocurrir la idea de venir a las Encantadas, no vaya a ser que vuelva peor.

 

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