Ingas y mandingas

Por Bernardo Tobar Carrión

El que no tiene de inga tiene de mandinga, decían los abuelos, para zanjar de entrada cualquier filiación racial, aunque las jerarquías coloniales imprimieron en tierras de Indias, especialmente en los altiplanos, excesivas pretensiones a los de arriba y, correlativamente, exageradas reverencias a los de abajo, posiciones sociales que no se crea distanciaban a un estrato de otro, sino al otro yo del mismo doctor Merengue. Claro, como todo el que está abajo tiene de todos modos alguien de menor rango a quien mandar -aunque sea su hijo-, y todo el que está arriba, alguien a quien obedecer -aunque sea el mismísimo rey a su suegra-, los convencionalismos fueron adquiriendo en todo nivel esas dobleces e hipocresías, mucho adulo, respetabilísimas introducciones y floritura por aquí con estos, indiferencia, altivez y hasta desprecio por allá con esos. Cada quien tuvo, pues, alguien a quien rendir pleitesía y, a su turno, algún pobre desgraciado en quien vengar el peso de la sumisión social.

El idioma, tal cual se usa y abusa en estas tierras, delata estas dualidades. Lleno de rodeos, preámbulos, ambigüedades y diminutivos, como pidiendo permanentemente permiso para expresarse, y haciendo gala, a un tiempo, de dominio tan enciclopédico como inútil del vocabulario. Ya imagino a los encomenderos informando a los representantes de la Corona de actividades que excepcionalmente cumplían y cuya ignorancia decoraban con circunloquios y genuflexiones lingüísticas, logrando, por efecto secundario más que por deliberada estratagema, que el destinatario se empalague con las formas antes de percatarse de la pobreza del contenido. Como las salsas, muchas de las cuales se inventaron para disimular la mala calidad de los ingredientes principales del plato. Y en este lenguaje salsa, la desigualdad y la jerarquía afloran con el doctorcito, ingeniero y, por si acaso, cuál vos, licenciado, en la incapacidad de tuteo, en el abuso del usted, comprensible puente entre generaciones muy separadas, mas pura mojigatería entre colegas mandingas o personas que se tratan con tal distancia no obstante compartir cama. Disculpe usted, tendría la bondad de tenderse boca abajo, que traducido al castizo sería algo así como dale que te pego.

El idioma delata más diferencias que las que separan étnicamente al blanco o mestizo del indígena o del manaba. Hay más en común entre un afroamericano de Esmeraldas y un blanco de Chone que entre mestizos de Guayaquil y Cuenca, con puerto, horizonte, pragmatismo, aire y piropo aquéllos, hoya, límites, idealismo, cielo y poesía éstos. Y no hablo del cielo azul de playa, salpicado de gaviotas, sino de la morada eterna, pues por algo los serranos piensan en la piel tostada, literalmente, por las llamas del infierno, mientras los costeños buscan las señales ardientes debajo de una minifalda. Cuestión de perspectiva.

Al menos el idioma común nos permite reconocer cuán diferentes somos entre estas cuatro paredes fronterizas, aunque nos demos de mestizos la mayoría, incluso primos por inga o por mandinga, pues la identidad cultural está fragmentada por regiones, no por razas.

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