Tibio café en leche

Por Bernardo Tobar Carrión

Es generalizado el prejuicio de que el Ecuador es un país rico por su biodiversidad, recursos no renovables, fuentes de agua, las Galápagos, el Yasuní y muchas otras dádivas de la naturaleza. La Pachamama. Aquí no hace mucho frío ni calor excesivo, y unas pocas horas en carro -apenas minutos de vuelo- separan la singular ruta de los volcanes del sobrecogedor murmullo de los páramos andinos, o de la algarabía de los bosques húmedos, de las pintorescas playas, de la inexpugnable Amazonía, de los incontables contrastes que marcan esta tierra prolífica lo mismo en banano que brócoli, flores o palma, cacao y vacas. Un tibio café en leche.

Una pasiva hamaca en espera de que la ley de la gravedad haga su parte y acerque los cocos. Ni crisis que empuje al desempleo masivo, ni crecimiento económico por encima del demográfico. Letargo ecuatorial, ni al norte ni al sur, y fuera de Latinoamérica y de los círculos diplomáticos, obligados por oficio a conocer el mapa, la mayoría no sabe que el Ecuador es algo más que el paralelo 0, salvo cuando destacamos en los noticieros internacionales por no pagar la deuda o ser territorio estratégico para el crimen organizado, en lo negativo, o albergar pajaritos y cuidar al solitario George, la tortuga gigante, en lo positivo.

Con tanta naturaleza, olvidamos la verdadera e inagotable fuente de la que emana toda riqueza, ese recurso que se multiplica, el más estratégico de todos: el ser humano. Podemos decir dónde están los depósitos de oro, calcular el valor presente de las reservas de crudo, el número de hectáreas sembradas de rosas, registrar cada año el aumento o disminución del zamarrito pechinegro, pero no tenemos idea de dónde están y qué necesitan los mejores talentos, las mentes brillantes, los estudiantes sobresalientes, los jóvenes emprendedores.

Los diez países con mejor ingreso per cápita e índice de desarrollo humano carecen de recursos naturales pero abundan en mentes creativas, porque les ofrecen las condiciones para que realicen su potencial.

El tema, si bien pasa por una educación de calidad, no empieza ni termina en las aulas de clase, pues de nada sirve un coeficiente intelectual debidamente abonado con la flor y nata de las delicias académicas sin la capacidad para tomar riesgos, para aventurarse a lo desconocido, para desafiar los convencionalismos, para cometer estupideces -ocasionalmente, se entiende- y aprender del error, infalible maestro. Las genialidades que evolucionan la sociedad no han surgido necesariamente de genios ni enciclopedias parlantes, sino de personas con intuición y el coraje para cuestionar el conocimiento establecido, para defender valores sobre ideologías, libertades sobre dogmas. La educación mueve poco cuando el miedo al fracaso paraliza, cuando la cultura predominante resiente del éxito.

Hay que rescatar el potencial intrínseco de cada individuo, infundiéndole confianza en sí mismo, conciencia de su capacidad de logro y de su destino natural: el éxito, siempre al alcance de quien se lo proponga. Lo contrario no son más que invenciones ideológicas para mantenerlo esclavizado.

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