Puerta grande

Por Bernardo Tobar Carrión

Por la puerta grande de la plaza monumental de toros de Barcelona, ha salido hace tres días José Tomás, leyenda viva de tanto torear para la muerte, luego de una corrida con aire de homenaje póstumo a la fiesta brava, que no volverá a pisar el albero de la capital catalana, donde los nacionalistas, los ecologistas y los socialistas, que siempre suelen juntarse a la hora de prohibir, allí o en cualquier parte, han descabellado un símbolo de la identidad cultural y han arrastrado a los chiqueros del olvido al toro de la libertad.

Porque en las plazas han muerto lo mismo toros nobles que mansos, y han pagado con su vida la ilusión de coser la muerte a su muleta muchos toreros; pero esta vez, ha dejado de latir un pedazo de humanidad, ese retazo, ese fleco deshilachado de la desteñida tela del alma que caricaturiza la libertad del hombre moderno, acosado por la hipocresía colectiva, reducido por la moral de masas, esmirriado por los dogmas religiosos, limitado por autoridad de cualquier guisa, política, comunitaria o parroquial, que pretende trazar la línea entre lo bueno y lo malo y nos impone qué no ver, a dónde no ir, qué no hacer. La decisión personal rendida ante el dictamen político, sin otra justificación que el peso, muy dudoso en nuestras tramposas democracias, que la preferencia de la mayoría. Muy socialista. Detestable socialismo.

El mejor ejemplo del colectivismo hecho dogma es el discrimen hacia las mujeres musulmanas, en su ortodoxia vestidas de negro sin descubrir más que los ojos, para no agitar las pasiones masculinas. Votarán en Arabia Saudita en 2015, aunque la prohibición de conducir se mantiene. Es el riesgo de poner en manos del poder, sea la masa, la autoridad, un plebiscito, un ayatola, decisiones que ninguna fuerza institucional debería ser capaz de usurpar del soberano ejercicio de la libertad individual.

Y hablemos de violencia y barbarie, pues las escenas de embestidas brutales de unas pocas personas contra otras a quienes no se podía tolerar su afición taurina se sucedían en las afueras del coso barcelonés, como si fuese Iñaquito, mientras adentro, en los medios de la plaza, había baile, sincronía, el acompañamiento de un animal que se desplaza con fuerza y peligro a la sobriedad y templanza con que se gira la muleta que lo encela. Esta danza llega a producir momentos de belleza extrema, estética de la verdad, y no hay más profunda verdad que la muerte, donde la vida se encuentra con sí misma. Tonterías, dirían quienes no ven, ni en hombre ni en animal, más allá del ciclo biológico natural, quienes creen que el arte es apenas una bonita y prescindible estrella en el firmamento. Pero el arte es el hombre cuando trasciende.

Por esa misma puerta grande que abrió el emblemático torero de Galapagar mientras, por el otro lado de la plaza, entraba el abolicionismo, salió también a hombros un renovado espíritu libertario, pues las prohibiciones son muy políticas y muy de moda, pero las libertades son muy humanas y muy de siempre.

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