El juglar: Las huellas de un fantasma

Por Aníbal Páez

El juglar es un grupo que, en rigor, no existe; pero la nostalgia de sus actores, de los que construyeron una línea estética y, sobre todo, una forma extra/ordinaria de aglutinar al público guayaquileño -y de buena parte del país- de los 80´s y llevarlo al teatro como si fueran al estadio, hace que todavía, después de 25 años, su “Guayaquil Superestar” llene la sala.
Es evidente que esos actores tienen la necesidad de hacer la obra. Se percibe el peso de una gloria del pasado sobre la cual todavía no han podido erigirse y por eso, como evocando fantasmas, la convocan cada año para rendirle culto a lo que un día fue y ya no es más. Hablo del grupo, del otrora éxito, porque hay algo profundamente arraigado de la ciudad en las historias que se narran: eso que no cambia, aquello que nos conforma.

Mi compañera, aguda observadora de signos en el espacio escénico, me hizo percatar de la carga corporal que contiene la obra, es decir, cómo más allá del discurso textual, plagado de lugares comunes, hay un gestus que nos habla de Guayaquil desde la fisicalidad y el ademán, en una síntesis que consagró al estereotipo del guayaquileño “sabido” o el montubio “gil”, como paradigmas precursores de toda una línea estética postjuglar. Y es que la obra entera es una representación del Guayaquil marginal; su formato de puesta, hecha en sketches (escenas cortas) sintetizan acontecimientos más o menos comunes que vive a diario el sector más populoso de la ciudad: La pelea por una cama de hospital, un recorrido en el bus de pasajeros, la estafa del lumpen citadino al campesino, etc, se han convertido en estampas del imaginario guayaquileño de casi todas las clases sociales.

Insisto en la nostalgia. En un trabajo de escasa factura técnica, donde la paradoja radica en que el cuerpo del actor no dibuja una composición que surja de la investigación de otras posibilidades expresivas diferentes a las propias, sino que tiene inscrito, en sí mismo, por su origen, una carga donde se lee a la ciudad y su margen. No son personajes; ellos mismos y sus cuerpos, son presencias honestas en el escenario, desprovistos de cualquier pose. Son las huellas de ese dolor las que llegan al auditorio y conmueven. No su palabra.

Así se configura una experiencia de difícil digestión, no tanto por su condumio, cuanto por la valoración de su vigencia en el tiempo como documento vivo de trascendencia histórica.
¿Qué pasó después del Juglar? ¿Qué hicieron sus actores? Merece una investigación seria el fenómeno del grupo y su influencia en el teatro guayaquileño procedente. Me atrevería a apuntar, remitiéndome a las pruebas, que el desarrollo de una línea de investigación del urbanismo marginal se estancó en la sordidez del chiste fácil, y con esto, en la consolidación de un gusto particular en la audiencia. Al parecer, algunos de sus herederos asumieron la continuidad sin reflexión, y de esta forma, sin saberlo, traicionaron.

El Juglar y sus obras, marcaron un camino que hay que tomar como punto de partida y punto de quiebre. La dialéctica consiste en matar al padre para parirse uno mismo.

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