The end

Por Andrés Cárdenas
@andrescardenasm

Hace tres años el feriado de difuntos lo pasé con Rodrigo: mal futbolista pero profesor de brillante memoria. Hoy su cuerpo está enterrado en el cementerio general de Santiago. Murieron esos amigos con los que viví en Tailandia, murieron mis tías de cáncer, murió Dios asesinado en su intento por ser hombre, víctima de una injusticia de la autoridad, murió Steve Jobs que había creado iTodo y era el paradigma de hombre exitoso, murió mi hermano menor antes de que nadie pueda besarlo, murió Sabato, murió Salinger. Mueren todos. No hay nada que hacer. Nada. Que. Hacer. Suena The end del grupo californiano The doors, parte de la banda sonora de Apocalypse now. Créditos, agradecimientos y oscuridad en la sala. Nuestra respiración tiene fecha de caducidad. La temperatura de nuestras manos será temperatura ambiente. Todos, el que escribe, el que lee, y el que no hace ninguna de las dos, serán ceniza, desecho, gusanos. Ser-para-la-muerte, dijo Heidegger.

Lo anterior era inevitable después de leer el segundo tomo de cuentos que apasionaron a Ernesto Sabato. Ese anciano clarividente, ese Tiresias contemporáneo. “Quiero ser para ustedes como aquel bibliotecario que, con emoción, nos fuera entregando el misterio de la vida”, dice. Una compilación suya solo puede ser terrible, como terrible es la buena literatura. Pura nostalgia de la que estamos hechos. Los detonantes fueron dos cuentos que, dicho sea de paso, no son los mejores ya que tendrían que competir con Chéjov.

No había leído a la ucraniana crecida en Brasil, Clarice Lispector. Está su cuento La partida del tren, en el cual narra un corto viaje de dos mujeres, una joven y una anciana, Ángela y María Rita. La primera huye de su pareja, Eduardo, un conferencista universitario que con su “lucidez que iluminaba demasiado y lo quemaba todo” la tenía al borde del suicidio. La segunda se separaba de su hija, “la public relations” de besos helados. Casi no conversan entre las compañeras de vagón, pero Lispector nos entrega los monólogos interiores de ambas con un estilo directo libre que descubre lo más íntimo ellas. Ángela, frente a doña María Rita, tenía miedo de envejecer y de morir. “Sostén mi mano, Eduardo, para no tener miedo de morir. Pero él no sostenía nada”. Sentía que vivir era una herida abierta. Y la anciana que, inexperta, creía que la muerte era algo demasiado extraordinario para ella, que siempre había sido muy común. “¿Cerca del fin? Ay, como duele morir. En la vida se sufre más si se tiene algo en la mano: la inefable vida”.

A pocas páginas, está el famoso cuento de Poe, La máscara de la Muerte Roja, un relato de terror propio del norteamericano, que nos susurra al oído: nadie sabe ni el día ni la hora, la muerte llega como un ladrón en la noche. Repite una frase con más de dos mil años de antigüedad, pero que el príncipe Próspero olvidaba ya que se sentía seguro dentro de su muralla, organizando fiestas de máscaras y disfraces en las que estaba prohibido sufrir y pensar.

En un próximo feriado de difuntos, otros quizá visitarán la inscripción con nuestros nombres. Dentro de pocos años todos tendremos un perfil conmemorativo en Facebook con un lacito negro en nuestra foto. Otros llenarán estas líneas. La Muerte Roja no tiene misericordia. No existen salvoconductos. El “intrépido y sagaz” príncipe Próspero fue la primera víctima en la voluptuosa mascarada que organizó y en la que se sentía seguro. Maria Rita estaba cerca, sí. Pero Ángela ahora está con ella. Of our elaborate plans, the end. I’ll never look into your eyes again.

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