¿Una nueva Constitución para destruir la CIDH en Ecuador?

Por Emilio Romero Parducci

Según el artículo 1 de la Constitución, el Ecuador es, como lo ha venido siendo desde hace mucho, un Estado soberano, y su soberanía radica en el pueblo, cuya voluntad es el fundamento de la autoridad. Y según el Preámbulo de esa Constitución, fue “el pueblo soberano del Ecuador” el que, en ejercicio de esa “soberanía”, se dio a sí mismo esa Carta Fundamental, con todas las declaraciones, principios, derechos, obligaciones, garantías, atribuciones y limitaciones que contiene, concede, reconoce o impone. Por consiguiente, gústenos o no, esa Constitución de Montecristi está vigente y nos obliga soberanamente a todos, gobernantes y gobernados, desde su publicación oficial efectuada el 20 de octubre del 2008 (aunque, como abogado, de sus recientes reformas introducidas mediante consulta popular, con el aporte de la Corte Constitucional, no puedo decir lo mismo).

Con esta obligada introducción, agrego que según el artículo 425 de la de Montecristi, en general, los tratados internacionales ratificados por el Estado forman parte del ordenamiento jurídico ecuatoriano, por debajo de la propia Constitución pero por encima de las demás leyes –orgánicas y ordinarias– que se encontraren vigentes en el país; pero, en particular, cuando tales tratados o convenios y más instrumentos internacionales fueren sobre “derechos humanos”, los mismos prevalecerán sobre la propia Constitución, en los términos de los artículos 424 y 426 de la misma. Por eso es que, de acuerdo a esas disposiciones constitucionales, a las que se les pueden añadir otras, como el artículo 428, por ejemplo, los referidos instrumentos internacionales, en los términos antedichos, tienen un vigor jurídico “supraconstitucional”, reconocido por la Constitución de Montecristi, por obra y gracia del “pueblo soberano del Ecuador”; lo que significa que, en muchos respectos, por voluntad soberana, las normas de esos instrumentos internacionales son jerárquicamente superiores a las de la propia Constitución.

He allí una de las más importantes innovaciones jurídico-políticas de la Constitución del 2008, originada –consciente o inconscientemente– en una suerte de internacionalización del espíritu del Contrato Social de Rosseau, valientemente proyectada hacia el concierto mundial de todas las naciones; frente a la cual ya no se puede invocar en su contra, como antes se habría podido hacer, la tan manoseada “soberanía nacional”, con el soporte del consabido discurso demagógico y redentorista de costumbre, porque en la Constitución de 1998, si bien su artículo 18 le reconoció a los instrumentos internacionales un lugar preponderante, no se colocó a ninguno de ellos por encima de la Constitución, como sí lo hizo y lo sigue haciendo la de Montecristi, en cuestiones de “derechos humanos”.

Por todo ello, resultan inapropiadas las críticas y la irritación que el presidente de la República ha hecho públicas ante la solicitud presentada al Estado ecuatoriano por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), con relación al juicio penal que hace algunos meses inició él mismo contra el exeditor de Opinión de EL UNIVERSO, la Compañía Anónima que edita dicho diario y los tres miembros de su Directorio, por un artículo escrito y publicado en ejercicio de las libertades de pensamiento, opinión, expresión y comunicación, que son algunos de los “derechos humanos” que se hallan garantizados en nuestra Constitución. Y resultan inapropiadas esa irritación y esas críticas presidenciales, por decir lo mínimo, porque la CIDH es un organismo de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, conocida también como “Pacto de San José”, que es un Convenio Internacional ratificado hace muchos años por el Ecuador, que trata precisamente, como su nombre lo indica, de los “derechos humanos” referidos en el citado artículo 424 de nuestra Constitución; tanto más cuanto que el presidente –autor de dichas críticas– está particularmente obligado a cumplir los tratados internacionales de los que el Ecuador forma parte, de conformidad con el primero de los dieciocho numerales del artículo 147 de la Constitución.

Pero esa falta de la debida propiedad adquiere otro matiz cuando sale a la luz el conflicto de intereses que se ofrece al reparar, por una parte, que fue el economista Rafael Correa Delgado quien inició hace varios meses el antedicho juicio penal como simple ciudadano de a pie, es decir, privada y particularmente, según consta de su querella y tal como él lo ha repetido varias veces, y, por otra parte, que el mismo economista Correa Delgado sea ahora quien, con toda la autoridad y el poder que le confiere la primera magistratura que ejerce en el Ecuador, critique tan vigorosamente y en tan malos términos esa solicitud de la CIDH (íntimamente vinculadas con aquel juicio penal), en supuesta defensa de una “soberanía nacional” que no puede invocar, porque fue “el pueblo soberano del Ecuador” el que, en ejercicio de su “soberanía”, colocó en Montecristi al “Pacto de San José”, con sus contenidos pertinentes, por encima de la propia Constitución. Y lo más feo de esa falta de la debida propiedad es que aquella solicitud de la CIDH ha sido presentada legalmente al Ecuador con estricto apego a la normativa de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de la que el Ecuador es parte integrante, y, particularmente, con sujeción al artículo 25 del Reglamento de la CIDH.

Como uno de los aderezos de las críticas aludidas, en el clímax de su irritación, el presidente declaró públicamente su deseo de proponer inmediatamente en Venezuela una reforma al sistema interamericano de derechos humanos; a lo cual tiene todo el derecho del mundo, siempre que se trate del sistema que actualmente existe dentro del propio “Pacto de San José” (el que, mientras tanto, seguirá existiendo obligatoriamente para el Ecuador). Pero de ahí a pretender crear un nuevo organismo latinoamericano, que reemplace a la CIDH, como anunció hace pocos días el canciller que se trataría de hacer desde el próximo mes en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), hay una distancia descomunal; pues para que el Ecuador se salga de la Convención Americana sobre Derechos Humanos –de frente o con disimulo– habría que violar flagrantemente los artículos 424, 426 y 428 de la Constitución, al no poder ser modificados ad hoc, o reformar íntegramente la vigente Carta Fundamental, produciendo una nueva, con Asamblea Constituyente de por medio, según los artículos 441, 442 y 444 de la de Montecristi.

¿Capisci?

* El texto del eminente jurisconsulto, Emilio Romero Parducci, ha sido publicado originalmente en El Universo.

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