Insurgencias

Por Joaquín Hernández

Con los controles que se pretende instaurar a nivel de medios de comunicación y de redes sociales, los pocos espacios que van quedando paradójicamente libres para la expresión de las ideas y para la crítica son los encuentros de escritores o las ferias de libros. Paradójicamente, porque hace más de medio siglo en cambio, lo que se exigía a los escritores es que se comprometiesen en acciones concretas en contra de las dictaduras o del orden establecido. Que los escritores abandonasen su oficio de escritor y tomasen las armas. En ese sentido, las declaraciones en congresos resultaban insolventes si no iban acreditadas por la acción.

La figura del escritor comprometido, la admonición a las almas bellas de que entrar en política equivalía a ensuciarse las manos, sacrificio inevitable para la realización del proyecto, era un llamado a la lucha, al riesgo del momento.

Y si el escritor seguía parcialmente haciendo su oficio, su poesía o su narrativa deberían ser comprometidas, es decir trayendo las consignas de lucha a su escritura. Incluso el tratamiento de temas ajenos a las grandes consignas de movilización y de lucha eran considerados una especie de boicot al proyecto.

En el discurso de aceptación del Premio de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, Fernando Vallejo hizo una defensa radical de la libertad de expresión y de la libertad del escritor. Discutible en algunos o en muchos puntos. Hasta tomadura de pelo que no hay que tomar en serio en otros. Pero defensa de una libertad que se siente amenazada. «Nadie tiene la obligación de hacer el bien, todos tenemos la obligación de no hacer el mal. Y diez mandamientos son muchos, con tres basta:… no votes. No te dejes engañar por los bribones de la democracia, y recuerda siempre que no hay servidores públicos sino aprovechadores públicos. Escoger al malo para evitar al peor es inmoral».

Pero la insurgencia de Vallejo no se quedó en el ámbito de lo político sino que fue una reivindicación de la memoria, de la cultura latinoamericana. «Yo venía pues de Nueva York, una ciudad de nadie, un hormiguero promiscuo que nunca quise, y de un país que tampoco, plano, soso, lleno de gringos ventajosos y sin música…Mi primera noche en México, en la Plaza Garibaldi, ¡cómo lo voy a olvidar! Cien mariachis tocando cual por su lado en un caos hermoso. Todo lo que tocaban me lo sabía. Y más. Yo sabía de boleros y de rancheras lo que nadie. Entré al Tenampa. ¿La hora? Diez de la noche. Me sentía como un curita de pueblo tercermundista entrando al Vaticano por primera vez…»

Por supuesto hasta podría pensarse que Vallejo jugó a ser diferente. Al límite de lo comprensible. Cómo por ejemplo donar los $150 mil del premio a dos asociaciones defensoras de animales en México. Ironía atroz. Recuerda a Brigitte Bardott preocupada por la suerte de las focas en las hambrunas de África. Da escalofrío pensar en los niños hambrientos y en los enfermos incurables por más «burgueses» que resulten estos sentimientos. No importa. La libertad de expresión es para disentir.

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