Humala, el guerrero que todo lo es

Martín Santiváñez Vivanco
Lima, Perú

El exitoso road show del presidente Ollanta Humala por Europa está fundado en el espléndido momento que atraviesa la economía peruana. Los indicadores macroeconómicos del país andino son insuperables. El año 2010 el Perú recibió 20,781 millones de dólares de inversión extranjera directa y el PBI creció en 7%. Tras dos décadas de estabilidad y superávit fiscal, el Perú mantiene su apuesta por la apertura, los tratados de libre comercio y la geoeconomía global. Es el mejor destino para invertir en Sudamérica.

Humala sostiene que no es “de derecha ni de izquierda, sino todo lo contrario”. Hace unos días, un lobbista de la prensa escrita recordó el significado quechua del nombre Ollanta: “guerrero que todo lo ve”. Lo cierto es que Humala, tras su metamorfosis pragmática, se ha transformado en “el guerrero que todo lo es”. El presidente “es” lo que más convenga al gobierno. Se apoya en la derecha y en la clase media, mantiene a sueldo algunos cuadros de izquierda (como el canciller Roncagliolo, antiguo defensor de la dictadura de Velasco), controla a los militares y ha pactado con la fronda oligárquica abrazando el espíritu fenicio que tanto combatió.

¿Hay que apoyar a Humala en este cambio de rumbo? Sí, pero con realismo. El modelo debe ser mejorado para luchar contra la pobreza, la gran guerra pendiente. Sin embargo, es ingenuo y peligroso afirmar que todas las conquistas peruanas son irreversibles y que “el guerrero que todo lo es” seguirá el rumbo fijado porque no hay camino de retorno. Sostener el mito del progreso indefinido de la humanidad forma parte del viejo imaginario positivista. El mesianismo demo liberal de “El fin de la historia y el último hombre” comete el mismo error. En Violence and Social Orders, Douglass C. North (Premio Nóbel), John Joseph Wallis y Barry R. Weingast, nos recuerdan que las sociedades abiertas pueden involucionar y convertirse, nuevamente, en Natural States. Nada es para siempre en la política. Menos tratándose de Humala.

Por eso, el apoyo ha de ser ecuánime y puntual. Es preciso mantener la distancia crítica ante un liderazgo impredecible que puede consolidarse en la senda ortodoxa o degenerar. Una cosa es confiar de manera realista en la presidencia de Humala y otra, muy distinta, convertirse en un propagandista político de su régimen, por móviles económicos o idealismo intelectual. Su persistente ambivalencia se plasma, por ejemplo, en el tema de la corrupción. La reciente renuncia y el blindaje político del vicepresidente Chehade, la gira privada del hermano de Humala por Rusia, los nombramientos de amigos y parientes en puestos clave y los escándalos protagonizados por oscuros personajes del oficialismo son signos evidentes de un doble discurso. Al menos en este punto, Humala prolonga el comportamiento nefasto de sus predecesores. A lo largo de la historia latina la praxis corrupta ha sabido convivir con la apertura de los mercados y el beneplácito de los caudillos populistas. Si Humala pretende, como dijo en Madrid y Davos, llevar a cabo contra viento y marea “la gran transformación”, entonces no basta con prolongar un modelo que heredó de Alan García, Alejandro Toledo y Alberto Fujimori. Es preciso luchar contra la corrupción sin caer en el clientelismo asistencialista que tanto daño ha causado en Latinoamérica. De lo contrario, las movilizaciones sociales amenazarán al Estado. “El guerrero que todo lo es” cuenta con apoyos evidentes y tiene suficiente capital político para iniciar la batalla. Pronto veremos si es capaz de vencer.

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