¿Ciudadanos o vasallos?

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Echarle la culpa a otro es una cómoda evasión. Desde un mal profesor, las malas influencias, el imperio, la prensa corrupta, hasta la pura, anónima y escurridiza mala suerte, siempre hay a la mano un chivo expiatorio a quien acusar del subdesarrollo, del fracaso, como sociedad o como personas. Y es cómodo porque, si la causa del estancamiento la ubicamos fuera de los límites del ego -la posesión más cara de los mediocres-, sobra justificación para hacer poco con uno mismo y luchar, más bien, contra las conspiraciones que fraguan las perversas fuerzas del universo, misteriosamente alineadas para hacernos la vida un poco más amarga en este valle de lágrimas. A ahorrarse, pues, el esfuerzo y conformarse con cinco centavitos de felicidad -pieza clave de la banda sonora del drama nacional- y seguir desangrándose por las venas abiertas de Latinoamérica -que recita la teoría de la dependencia-, mientras se espera la llegada de un héroe, ¡Alfaro redivivo!, de un candidato redentor, la lotería, el infarto del jefe…

Lo cierto es que hay sociedades con más cultura de logro que otras, con más gente ganadora, que a su vez nutre y enriquece, en virtuoso círculo, los valores sociales del éxito -entendido, sencillamente, como la consecución consistente de las metas personalísimas-, cuyos resultados y beneficios se facilitan, se estimulan, se protegen y se celebran. Y desde luego, se comparten. Son sociedades que confían en la capacidad creativa de las personas, en su aptitud para encontrar el camino correcto sin mapas oficiales, en su derecho para escoger lo que les conviene sin rectorías públicas. Son sociedades que construyen instituciones para la facilitación, la optimización de oportunidades, el estímulo, antes que la sanción, la vigilancia. Son culturas basadas en la confianza, antes que la sospecha; en la iniciativa, antes que en las matrices tecnocráticas; en el mérito, antes que en el igualitarismo; que buscan una base de partida común en la edificación del progreso, pero sin ponerle techo. Son sociedades, en suma, que colocan la dignidad humana sobre cualquier cosa.

Y estos elementos culturales, enraizados en el inconsciente colectivo, tienen su expresión ideológica. Lo evidencia un Ecuador que no ha dejado el mercantilismo de Estado -Estado que reparte privilegios y censuras- que heredó de la Colonia, hoy más vivo que nunca. Si en algún momento se habló de libre competencia y rol subsidiario del Estado, que en algún grado inspiraron la excelente Constitución de 1998 -enterrada gracias a la aventura más peligrosa en que se ha embarcado la democracia ecuatoriana-, en los hechos, los tentáculos del poder público permanecieron tan intocados que, con cinco años de inyección de petrodólares, han tomado omnipresencia inédita, frente a un ser humano raquítico, cuyos derechos naturales han pasado a ser meros permisos, franquicias subordinadas al hecho del príncipe.

Hoy, más que posturas de izquierdas o derechas, hay que pensar en visiones centradas en la persona humana, en su emancipación del tutelaje público, en su potencial de superación, en los dominios, estos sí soberanos, de su libertad.

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