Sostiene Tabucchi

Por Jesús Ruiz Nestosa
Salamanca, España

No estoy muy seguro de que sea cierto, pues, como buen narrador, Augusto Roa Bastos fabulaba continuamente en torno a cualquier episodio. Entre ellos, el de García Márquez, quien le dijo que si en “Paraguay la sopa es sólida, es un país digno de ser conocido”.

Cuando una ciudad tiene un cementerio llamado “Cemitério dos Prazeres” (Cementerio de los Placeres), es un sitio digno de ser conocido. Esa ciudad, Lisboa, no la conozco aunque está muy cerca de Salamanca. En ese cementerio ayer fue sepultado el escritor “más portugués de los italianos”, Antonio Tabucchi, cerca del sitio en que también fue enterrado, en 1937 Fernando Pessoa, el escritor portugués que le abrió, a través de sus obras, las puertas a un mundo que terminaría haciendo suyo.

Durante muchos años lo tuve a Tabucchi por portugués después de haber leído “Los tres últimos días de Fernando Pessoa”, en el que, de manera sorprendente, mágica en el estricto sentido de la palabra, describe imaginativamente esos tres últimos días del escritor. Es un libro muy breve, por lo que pensaba escribir que se trata de un libro pequeño, un relato breve entre la novela corta y el cuento largo, pero me acordé de lo que dijo Francisco de Quevedo: “Hay libros cortos que para entenderlos como se merecen se necesita una vida muy larga”. Este es el caso.

Su nombre llegó al gran público cuando el realizador portugués Roberto Faenza llevó al cine su novela “Sostiene Pereira” (1995), en la que relata la vida de un periodista que resuelve plantarle cara a la dictadura establecida por Antonio de Oliveira Salazar, por lo que se ve obligado a optar por el exilio. Regresa a Lisboa luego de la Revolución de los Claveles (1974), viejo, jubilado, olvidado por todos. Tabucchi dice haber asistido a su velatorio en una capilla ardiente completamente vacía y pide perdón por ocultar su nombre detrás del de Pereira, quien, un mes después de muerto, le visita una noche y le va narrando toda su historia: “Sostiene Pereira que le conoció un día de verano” (p. 17). “Aquella tarde, sostiene Pereira, tuvo un sueño” (p. 66). “Sostiene Pereira que eran tres hombres vestidos de paisano y que iban armados con pistolas” (164).

Sostiene Tabucchi que no acepta ser uno de esos intelectuales que “en caso de incendio solo debe llamar a los bomberos”. Le disgustó un artículo escrito por Umberto Eco en “L’Espresso” en el que comenzaba diciendo: “El primer deber de los intelectuales: permanecer callados cuando no sirven para nada”. Así surgió su libro: “La gastritis de Platón” (Anagrama, Barcelona 1995), que es un compendio del diálogo que mantuvo con diferentes intelectuales sobre el papel que debían desempeñar en la sociedad. Con su actitud, él mismo ofreció el ejemplo al enfrentarse al primer ministro Silvio Berlusconi, del que se sintió molestamente avergonzado. “Il Cavaliere” había creado una Italia falsa, con leyes hechas a la medida de sus actos delictivos, todas ellas dirigidas única y exclusivamente a exculparle, y lo que Tabucchi pensaba era peor aún: que Italia se lo había creído.

Acosado por el imperio mediático (periódicos, redes de canales de televisión, emisoras de radio), asqueado por la política que se desarrollaba a su alrededor, decidió abandonar Italia, y todo este tiempo del “berlusconismo” lo pasó entre París y su casa de Lisboa, donde tenía su familia: esposa portuguesa e hijos “mitad portugueses, mitad italianos”. Si Umberto Eco le produjo una gastritis a Platón, Berlusconi le produjo una gastritis a Tabucchi, quien sostuvo en estos últimos meses que si bien Berlusconi había sido apartado del poder, quedaba la enorme tarea de “desberlusconizar” Italia, donde su corrupción había calado muy hondo y había alterado de manera grave el tejido social.

Antonio Tabucchi, quien nunca fue al médico y ni siquiera se hizo un análisis de sangre, murió de una grave enfermedad. Tenía 68 años.

* Jesús Ruiz Nestosa es escritor paraguayo. Su texto ha sido publicado originalmente en el diario ABC, de Asunción, Paraguay.

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