Para románticos

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Es casi una adicción. No la pierdes de vista, te acompaña a todo lado, no dejan de sorprenderte sus reacciones al simple contacto, hace cosas insospechadas en su delgadez, facilitando instintivamente lo complicado, versátil, inagotable energía, admitiendo infinidad de posiciones en su insoportable levedad. Y a la vez, discreta, dispuesta, encendida; ya en la noche, en la intimidad del dormitorio, casi avergonzado como a punto de una transgresión, la aprietas con una mano mientras te sumerges bajo las sábanas y, con la excitación de un colegial que se apresta a devorar literatura prohibida, descubres cuanto la protege y te dispones a gozar de la mordida, de la manzana mordida, el mismísimo símbolo de la tentación, que además lleva tatuado por detrás. Una lástima que se llame iPad, pero ya se sabe que la perfección no existe ni en las vírgenes de la mitología griega.

Muchos vaticinan que esta compañera digital desplazará a los amores de papel, que solo permiten disfrute en posiciones ortodoxas y con suficiente iluminación de por medio, además de estar perdidos en el tiempo, sin actualización posible, sin roce social con las redes virtuales. Y pesan, abultan. Quien se ha aventurado con una pasión de imprenta vestida al modo clásico, arropada en cuero auténtico, letra elevada y tímida, como preceptuaba el recato de la época, saben que a la cama no la pueden llevar sin quebranto lumbar y la necesaria contorsión que permita alcanzar las esquivas luminarias, dispuestas casi siempre con tanto criterio decorativo como poca previsión literaria.

Pero así eran y allí radicaba precisamente el encanto de los romances de antaño, en la dificultad, en la perseverancia para descubrir, página a página en el viaje, las esencias del relato, que se iban develando a los lectores celosos, en el desfile de los párrafos con la pausa de la duermevela. Hoy se escriben y se leen textos con rapidez, a saltos y sobre todo brincos, porque se vive al apuro, sin tiempo de enamorarse, imponiendo a las letras una suerte de eyaculación precoz, sin cortejo estético, con mensajes que disparan al grano colgado de las ramas sin la faena reflexiva que da con las raíces.

No hay código digital en esas almas hechas con tinta, polvo y desvelo, pero hay otro código, el del romántico que no llega al balcón de la noche sin allanar el cortejo del día, sin saltarse capítulos, sin instrumentos de búsqueda rápida que esfumen el misterio del descubrimiento progresivo, el pelo que se suelta, un botón que se traba, una trama que crece, se eleva y gira imprevisiblemente sobre los tacones de una pluma larga, la que toma tinta de las fuentes atemporales -como decía Borges, un hombre no es lo que escribe, sino lo que lee-, esas que aumentan en brillo con el pasar de los años sobre sus textos invariables, sin actualización ni pantalla luminosa. Y está la música que produce cada hoja al voltearse y el perfume, ¡ah, el perfume!, que solo cobran las cosas con presencia en el tiempo y el espacio.

Así que el iPad resuelve las angustias de la coyuntura, pero un libro de carne y hueso seguirá siendo la perdición de los amantes de la lectura.

Más relacionadas