HOY: trigésimo aniversario

Por Joaquín Hernández
Guayaquil, Ecuador

Comencé a escribir para diario HOY por cordial invitación de su director, Jaime Mantilla, a finales de la década de los noventa del siglo pasado. Muchas de las visiones de entonces han permanecido en estos 14 años de ininterrumpida colaboración. Otras, en cambio, como el optimismo a ultranza por el final de la Guerra Fría y el advenimiento universal de la ciudadanía cosmopolita debido a la globalización, han desaparecido o están muy lejanas en el horizonte de las realizaciones. El mundo y los seres humanos son menos amistosos pese a las redes sociales. Por supuesto, podría ser peor sin ellas, pero la solidaridad y la fraternidad de la que hablaba la Revolución francesa siguen siendo una virtud casi inexistente. Entre tanto, viejos fantasmas han reaparecido.

Una de esas visiones que se ha transformado en certidumbre fue la preocupación por el carácter cada vez más creciente y amenazante del poder que desconoce la libertad humana, seduce o aplasta a los individuos, sin distinción de ideologías como se creía interesada o ingenuamente en la Guerra Fría y que ahora jóvenes y no tan jóvenes latinoamericanos parecen seguir obstinadamente creyendo. El poder del Estado reproducido en instituciones, hábitos y costumbres y con dominio de los medios de comunicación siempre fue avizorado con temor, pero a finales del siglo XX desplegó su doble carácter de amenaza y seducción, de violencia verbal y física en sonrisa congelada. Quizás el personaje del «guasón» que Jack Nicholson representó magistralmente en esa década ostentaba el nuevo rostro del poder.

La democracia, en cambio, se anunciaba como una de las instituciones más seguras para consolidarse en todos los países. Era difícil que en países con grandes desniveles económicos y sociales, clases dirigentes de poca visión estratégica y una profunda desinstitucionalización por efectos de las nuevas formas de vida y de trabajo, las democracias liberales arraigasen y no se terminase prefiriendo la recaída en los populismos de nueva generación aupados por sectores empresariales favorecidos con las nuevas políticas y nuevas generaciones de jóvenes recién salidos de las universidades que encontraron en el estado la forma más rápida de reconocimiento social.

El posmodernismo, la moda intelectual de esos años no tuvo mayor vigencia en América Latina. Su carácter de hedonismo intelectualizado, su nihilismo sustentado por un entorno consumista, restó validez a otros aspectos que el movimiento anunciaba. Uno, la vida humana como narración donde nadie pregunta ya por el texto original porque todos son comentarios. Todo es interpretación. El «cambalache», la fórmula insuperable de Santos Discépolo, cobra vigencia: en su nombre se reúnen, payasos, dictadores, estafadores, héroes y maestros. Solo quien tenga el poder podrá imponer su interpretación y orden. Otra, la necesidad de vivir sin dioses. De todas estas cosas y de otras se ha escrito en estos años, en los que lo trascendente no es siempre lo actual ni la discusión que impone el poder.

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