El valor de nombrar

Por Juan Jacobo Velasco
Santiago de Chile, Chile

El descubrimiento del CERN de un nuevo elemento, que podría tratarse del bosón de Higgs, curiosamente retrotrae al debate sobre la importancia de cómo nombramos las cosas. Leon Lederman, ganador del Nobel de física, denominó originalmente al bosón como Goddam particle (la partícula maldita), en referencia a lo difícil de la comprobación de este elemento fundamental para completar lo que se ha venido a llamar como modelo estándar, un marco teórico sobre los elementos fundamentales que conforman el espectro subatómico. Con el hoy famoso elemento, se cerraba el círculo que permite explicar una estructura fundamental en lo mínimo y en lo universal.

En 1993, Lederman escribió un libro en el que recorre la historia de las partículas subatómicas, desde que Demócrito habló por primera vez del A-tom (la componente que no se podía cortar) pasando por el desarrollo de la mecánica newtoniana, de la química y la electricidad, de la mecánica cuántica y del modelo estándar que se ha podido hilvanar con los aceleradores de partículas. Faltaba el último elemento. Un –en ese entonces- maldito misterio.

Pero a los editores del libro les pareció más vendible hablar de God particle (la partícula de Dios), para denominar a la pieza de un puzle que, curiosamente, rebatiría la necesidad de un ser superior, dado que el universo se autoexplicaría desde el primer instante. Por eso la renuencia de muchos de los padres del bosón (con Higgs a la cabeza) para llamar divina a la partícula. La contradicción desvía el afán de la ciencia de encontrar una explicación racional a la naturaleza.

Pienso en el valor de las palabras, en la importancia de su exactitud y en el poder que tienen los editores. Recuerdo que en Historia del cerco de Lisboa, José Saramago inventa una trama a partir del cambio a una respuesta de sí o no, modificando el sentido original de la Historia de su ciudad. George Orwell hace lo mismo en 1984. El régimen totalitario descrito en la novela va cambiando el fraseo y el sentido del discurso oficial dependiendo de las relaciones políticas con el resto de países. De hecho, Orwell lo vivió y reflexionó sobre aquello, cuando el discurso británico cambió desde una cierta simpatía por Musolini y Hitler en los treintas (y antipatía por la URSS), a lo opuesto cuando soviéticos y británicos se aliaron contra el Eje.

El inglés se plantea los problemas de la inexactitud para denominar las cosas y la amplitud de ideas que rodean a algunos términos, dejándolos sin un sentido claro. Sobre lo primero escribió un ensayo genial en 1946, llamado La política y la lengua inglesa, y sobre lo segundo, reflexionó brillantemente sobre el término «fascismo» y sus derivaciones. En 1984, Orwell incluso proporcionó la manera de solucionar el entuerto. Un régimen totalitario puede usar un meta lenguaje. Que entontece, no arriesga y hace olvidar el sentido de las cosas, para satisfacción del Gran Hermano.

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