La visión del tuerto

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Un hombre con setenta y tantos deja su asiento en las primeras filas y se descuelga al callejón con agilidad sorprendente, y de allí sale por un burladero hacia la arena, a oficiar el ritual que sigue a las faenas de mérito, consistente en colocar alrededor del cuello del torero un pañuelo rojo, distintivo de San Fermín. Cumplido el sencillo reconocimiento, propio de los pamplonicas, el hombre se devuelve a su asiento en los tendidos sin más protocolo que su andar despacioso, las manos cruzadas atrás, vestido de época, traje oscuro y un sombrero negro que se destoca apenas, para no trocar el respeto al público en aspaviento de masas. No es el alcalde ni ostenta cargo alguno; es un aficionado que paga su entrada como cualquiera y ha ganado autoridad por tradición.

El presidente de la plaza, con la mitad de años pero ataviado con similar usanza, había previamente exhibido un pañuelo blanco, a pesar que el público pedía mayoritariamente un trofeo adicional. Pero en materia de toros la democracia tiene sus límites y, en una plaza que se precie, la presión popular rara vez se impone sobre los cánones de la lidia, que la autoridad de turno está llamada a hacer respetar, aún por encima del delirio de quienes financian el espectáculo.

Los toreros no ganan sueldo, no tienen estabilidad laboral ni piden indemnizaciones por accidentes de trabajo. Sus pases por la puerta grande no son objeto de venta como en el fútbol ni tampoco llevan en el pecho, como los deportistas, marcas famosas que aumenten sus cuentas bancarias. En el pecho llevan cicatrices de carne, hueso y sangre, que no están para cubrirse con logotipos de fantasía. Sí, son seres distintos del común, en permanente desafío a la moda y los convencionalismos, que no conciben la vida sin jugársela a muerte, que no persiguen dinero ni poder, sino la gloria de dominar sus propios miedos. Su oficio, si tal nombre pudiera abarcar su condición vital, lo resumía Juan José Padilla, quien apenas recuperado de una cornada que le desfiguró el rostro y le privó de un ojo, decidía su vuelta a los ruedos como razón de vivir. ¿Es tuerto Padilla y su género o lo son quienes se empecinan en imponer su visión de la vida y la muerte -o de vida sin muerte-? Sí, son pocos e incomprendidos los toreros, dos anomalías en una cultura que se rinde a la uniformización, al estándar colectivo.

Por eso la fiesta brava está en riesgo de desaparecer, y con ella un símbolo de «resistencia» -como diría Sábato en su celebre ensayo-, del hombre rebelde, señor de sí mismo antes que siervo de masas; porque la cultura posmoderna, aunque habla de diversidad, en los hechos corta al individuo bajo el mismo molde y camina hacia la eliminación de las expresiones que la mayoría no entiende o comparte, que sobrepasan la medianía del rasero cultural. Porque el materialismo no se explica que no hay vida sin muerte; porque los valores máximos son la comodidad, el placer, un hedonismo que intenta compensar su vacío con la deificación de la naturaleza y los animales, mientras aniquila tradiciones y extremos culturales, inaugurando una solapada forma de servidumbre sobre el individuo.

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