Assange y la sopa

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Apesar de mis innumerables coincidencias con Mafalda, discrepo radicalmente en un tema fundamental: su aversión a la sopa, el secreto mejor guardado del Ecuador. Todavía la vemos como un plato rústico, parte de un menú doméstico que por obra de la rutina deja oculta su jerarquía en el fogón y llega a la mesa entre las admoniciones de la abuela y la resistencia de los más jóvenes, que jamás han visto caldo semejante en las opciones de comida chatarra que configuran, casi en exclusiva, su cada vez más limitada cultura alimenticia.

Al fin y al cabo, qué sabe la abuela de comida ordenada por Internet y cuándo propaganda alguna maridó una cola con un mondongo.

Es que la sopa, para merecer tal nombre, necesita de un caldo de cocción lenta de carne y hueso de res, pollo o cabeza de pescado, según su filiación regional, lo cual descarta de la clientela a los demasiado ocupados como para gastar tiempo en la cocina, a los vegetarianos de consecuencia, a los animalistas de pose y a los remilgados, todos los cuales se reconocen por su afición a los espárragos. Por su condición de potaje y riqueza calórica, tampoco goza de la predilección de quienes se preocupan mucho por guardar eso que llaman la línea -aunque siempre parece más un semicírculo-, y que por evitarse en vida la vergüenza póstuma de no caber en el ataúd estándar, ni ingresar en él antes de tiempo, le dan al consumo de ensaladas, filetes horneados que no recojan colesterol a su paso por la sartén y cualquier otro ingrediente que acuse de omega 3 acompañado, naturalmente, de espárragos. Poco o nada de carbohidratos, que suelen ser protagonistas de la cacerola.

Y también conspira la moda minimalista, que no solamente se expresa en el poco tiempo para disfrutar un guiso de cuchara, peor para prepararlo o compartirlo, sino también en esas dosificaciones que, como en los desfiles de modelos, presentan carnes más escuetas de lo verosímil, sin grasa ni sabor, apenas visibles en la inmensidad de una pasarela, desprovistas de fondo a fuego lento, aunque decoradas en la superficie de manera llamativa. A veces pienso que en las cocinas gourmet han cambiado especias, pailas y cucharones por maquilladoras, con sus resinas de colores y pinceles de sombras: los platos apenas salen con comida, pero ganarían un concurso de máscaras.

Pero mi fe en la sopa es inquebrantable, expresa la diversidad de culturas, de ingredientes propios de cada región, las particularidades de nuestro suelo andino, la voluptuosidad amazónica, el afrodisíaco del mar -no tanto por la química de las ostras cuanto por la imaginación que despiertan las sirenas-, distingue a las familias que todavía no se rinden a los congelados ni a la comida a domicilio, y comprueba una habilidad muy tradicional -y no me refiero al arte de tomarla con una cédula en lugar de una cuchara-, que no admite apropiación clasista, se disfruta lo mismo en una sencilla covacha al paso que en una casona con pergaminos. Con unos toques -por ejemplo desechar la cédula para evitar que sepa a huella digital-, los platos de cuchara harían la marca gastronómica del País. ¿Y qué tiene que ver la sopa con Assange? Pues nada.

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