El tuerto y los ciegos

Por Mauricio Maldonado Muñoz
Buenos Aires, Argentina

Habrá que hacerse el ciego, quizá pensaría Saramago, cuando uno conserva la vista pero son los demás los que no pueden ver ni siquiera la mano que les ponen delante. O, tal vez, podría más bien ocurrir que la persona que funge de ciega deba hacerlo, no tanto por un deber como porque sólo así podrá guiar a los que verdaderamente padecen la ceguera. Sin embargo, ¿no ocurre que hay mucha gente de ojos abiertos señalando con el índice estirado lo que cómplicemente no todos quieren ver?

Piense usted, por ejemplo, en Casandra, la desdichada amante de Apolo que había sido bendecida (suponiendo que esa fuese una verdadera bendición) con el don de la profecía, a la vez que se le había maldecido para que nadie le creyera. ¿Qué hay de más penoso que saber y decir la verdad para que nadie la crea y para que nadie la vea?

En efecto, Casandra había advertido a todos de los peligros que iba a traer Paris a Troya y de todos los males que le esperaban a esa distraída ciudad. Casandra, sin embargo, es tomada por loca. Debía ver arder Troya, morir a Agamenón, prever incluso sus propias desgracias. Esa era, necesariamente, la vida de Casandra. Pero, entonces, ¿quiénes eran los ciegos? ¿Tenían acaso, los realmente ciegos, la verdad sólo porque eran mayoría? Cualquier observador externo diría que no, que el tumulto no otorga razón. Quizá fuerza, masa, pero no razón.

No será, si se lo piensa bien, que alguien nos ha traído, como un “presente griego”, un caballo de madera al que le abriremos las puertas de la ciudad y al que celebraremos con fiestas, vino y cantos. Pero el caballo, no hay que olvidarlo, contiene a los soldados que sitiarán a la ciudad confundida entre festejos. El caballo de Troya, en ese contexto, no es ya solamente el caballo, es la premonición de Casandra, es el ataque disfrazado de obsequio en medio de las algazaras.

Llegado el momento ocurrirá, sin embargo, que todos los ciegos, seguramente mal comandados por algún buen tuerto, recuperen la vista y vean salir a los soldados del caballo y se despierten de su borrachera para recibir la resaca con una ciudad ardiendo. Ahí verán, por primera vez, la verdad de los que advirtieron. ¿No sentirán vergüenza entonces, cuando vean ante sus ojos recién estrenados destruirse la ciudad que tanto les había prometido, para encontrarse igualmente primerizos ante la irrecusable realidad de todo lo que no habían creído?

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