Colombia: Chéjov versus Shakespeare

Por Santiago Gamboa
Roma, Italia

Hace algunos años, siendo representante de mi país ante la Unesco, le escuché decir al delegado de Palestina lo siguiente: “Es más fácil hacer la guerra que la paz, porque al hacer la guerra uno ejerce la violencia contra el enemigo, mientras que al construir la paz uno debe ejercerla contra sí mismo”.

En efecto, es violento darse la mano y dialogar con quien ha martirizado y herido de muerte a los nuestros, es violento hacerle concesiones a ese otro y reconocerlo como igual. Es muy violento, pero debe hacerse. Lo hicieron los bosnios y los serbios, lo han hecho en diferentes momentos palestinos e israelíes; el ser humano, en el fondo lleva siglos haciéndolo. No hay una pedagogía específica. Se debe hacer y en Colombia debemos arriesgar y hacerlo de nuevo, así otras veces haya salido mal y hoy no todos estén dispuestos.

El expresidente Álvaro Uribe, por ejemplo, no lo concibe. Su única paz es la del sometimiento militar definitivo de la guerrilla, algo que no es imposible en la teoría pero sí bastante improbable en la práctica, como demuestra la experiencia de la mayoría de los procesos guerrilleros del siglo XX. A pesar de mi desacuerdo, en el fondo lo entiendo. Su padre fue asesinado y su hermano herido por las FARC, y por eso él actúa y piensa como víctima. Siente como víctima. Y pocas veces una víctima quiere o acepta que alguien le de la mano a su victimario.

Claro, Álvaro Uribe no es ni monje budista ni Jesucristo como para esperar de él una actitud de perdón y reconciliación que, por supuesto, tampoco está obligado a tener, pero el deseo de venganza, que sin duda contamina su opinión sobre el proceso de paz, debería permanecer en su esfera privada. Podría al menos declararse impedido para opinar en público sobre el tema. Y esto sin mencionar que, tal vez por su drama familiar, él se siente más inclinado al diálogo —como de hecho hizo en su gobierno— con los paramilitares.

Otros sectores menos radicales de la derecha toleran el principio del diálogo, pero hacen tales exigencias al gobierno de Santos que, en la práctica, equivale a poner palos en la rueda: que no se transija en ningún punto de la agenda política y solo se acuerde la paz a cambio de la desmovilización completa, la entrega de armas y el sometimiento a la justicia sin aspiraciones políticas. Muy bien, loable propósito, excepto porque eso ya no sería un “proceso de paz con las FARC” sino una “capitulación de las FARC”. Recordemos a Shimon Peres: obtenerlo todo, en una mesa de negociación, es tan estéril como no obtener nada.

Hace muchos años, en una entrevista, Amos Oz decía que en conflictos como el de Oriente Próximo (y aquí agrego el de Colombia) solían converger dos visiones literarias: de un lado la justicia poética al estilo Shakespeare, en donde nadie transige, los principios y el honor prevalecen sobre todo, incluso la vida, pero el escenario queda cubierto de sangre; y del otro la triste justicia humana de Chéjov, con personajes que discuten sus desacuerdos, los resuelven y al final regresan a sus casas bastante frustrados. Pero regresan vivos.

Por fortuna, según las encuestas, los colombianos preferimos lachejoviana actitud de Santos, con todos los riesgos y dolores y frustraciones que esta puede acarrear, antes que la hamletiana de Álvaro Uribe, tal vez porque la justicia poética, con toda su fuerza expresiva, vive mejor en los implacables versos de Shakespeare que en la realidad.

* Santiago Gamboa es periodista y escritor colombiano. Su texto ha sido publicado originalmente en el diario El País.

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