Derechos humanos, Venezuela y la CADH

Por Mauricio Maldonado Muñoz
Buenos Aires, Argentina

En nuestra generación estamos acostumbrados a entender a los derechos humanos como algo establecido desde siempre. Somos ajenos, sin embargo, a que su reconocimiento fue producto de diferentes conquistas históricas que a lo largo de varias centurias significaron no pocas vidas sacrificadas y no pocas injusticias cometidas.

Estas injusticias nacieron, en su mayoría, del ejercicio del poder por parte de gobiernos autoritarios. Basta nombrar algún ejemplo como el del régimen nacionalsocialista para entender la forma en que esos derechos, devenidos de bienes humanos básicos, fueron conculcados o desconocidos totalmente. Por ello, la etapa de posguerra, que daría paso definitivo al ‘constitucionalismo social’, propugnó el reconocimiento de la dignidad humana, no ya solamente como un derecho, sino como el fundamento mismo de los derechos.

En el marco de este nuevo orden jurídico, los países miembros de la OEA adoptaron diferentes instrumentos de derechos humanos. El más relevante de aquellos, se puede decir, es la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) o Pacto de San José, sostén de buena parte del denominado ‘Sistema Interamericano de Derechos Humanos’.

La CADH, en su momento, encontró oposición, por alusión u omisión, por parte de gobiernos de facto (generalmente militares) que dominaron, en aquel tiempo, a casi toda nuestra región. En ese marco, autorizadas voces de la izquierda de aquellos años apuntalaron la necesidad de reconocimiento y ratificación de un instrumento internacional de este tipo y de un sistema que permitiese la vigilia de los derechos fundamentales con alcance regional. Esa era, por cierto, otra izquierda, la de las reivindicaciones y la lucha contra las opresiones. La izquierda de los desaparecidos y los muertos. El lugar de esa izquierda marcó a toda una generación, bien se conoce.

Hoy son otros tiempos, por supuesto, tiempos revolucionarios del siglo XXI, esos que algunos mandatarios se empeñan en realizar a costa de arraigadas tradiciones occidentales como la separación de poderes o de algunos derechos humanos. Se puede pensar en la libre expresión o en la seguridad ciudadana, por mencionar los más evidentes.

La Constitución como límite al poder, el estudio de la teoría de la razonabilidad y de la justicia intrínseca del derecho, los bienes humanos básicos. Todos son materia de las aulas, no de las realidades revolucionarias. Estudiar derecho, ¿para qué?, si lo que importa es el ejercicio del poder puro y duro.

Esa nueva “cultura jurídica” tendiente a la desinstitucionalización ha motivado que el gobierno del Presidente Chávez, el día de ayer, haya cumplido con una amenaza recurrente: ha denunciado la CADH mediante una nota oficial entregada en la OEA (al amparo del art. 78). Denuncia, ésta, que ya ha lamentado el Secretario General de la OEA, José Miguel Insulza, quien de todos modos ha dicho que espera que el gobierno de Venezuela se rectifique en la decisión en el año que debe transcurrir para hacerse efectiva la denuncia.

El gobierno de Chávez, claramente, quiere buscar una forma de desvincularse de la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) y quizá pretenderá hacerlo también de la Comisión (CIDH), lo que resulta bastante más complicado si se considera que la CIDH se constituyó en un instrumento diferente y anterior y que posee algunas potestades diferenciadas no necesariamente dependientes de la Convención. Aunque nada deberá sorprendernos si, llegado el momento, Venezuela asume que a la CIDH no le asiste competencia para entender de los asuntos de ese Estado, con la sola base de la denuncia de la Convención.

Habrá que pensar, eso sí, si no es por lo menos extraño e incoherente que los que ayer hubieran visto un acto tiránico desde la óptica del ofendido, ahora adviertan un acto revolucionario y guarden un cómplice silencio desde la comodidad de la visión del que gobierna a sus anchas sin más límites que los que él mismo se ha impuesto. Así entendida la cuestión, estos límites no constituyen sino un burdo obsequio o dádiva para todos quienes anhelan que, como en un circo romano, el emperador alce o baje el pulgar para decidir por todos.

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