¡Hurra por el saltonauta!

Por Jacinto Antón
Madrid, España

Arrojado por Dios del cielo, el orgulloso Lucifer, cuenta Milton, cayó a la tierra como un fulgurante meteorito durante nueve días. Felix Baumgartner no ha batido ese diabólico (!) récord de caída libre pero en cambio ha saltado por sí mismo, ¡qué tío! El gran salto del Louganis de la estratosfera —que además, como el rey del trampolín, realizó varias (involuntarias) piruetas— nos coloca de golpe en el territorio del mito y de los sueños. Proeza tecnológica, sí; aventura, también; deporte de (demasiado) riesgo, sin duda. Y con mucho en común con el portento de feria, el hombre bala (¡la primera fue una chica, en 1877, en el circo de Barnum!).

Pero ese estremecimiento en las entrañas que sentimos ante el salto y sus prolegómenos la tarde del domingo y que nos dejó las tripas indispuestas para la cena procede, además del susto, de una conmoción en niveles más profundos. Baumgartner ha saltado desde la luz de la realidad a las simas más hondas de nuestras almas. En su salto laten otros saltos, verdaderos y de leyenda, pero, sobre todo, resuenan en él desafíos y miedos atávicos. Decía Jack London que el recuerdo más común que poseemos los seres humanos es el de la caída en el espacio.

La caída la llevamos dentro: ya nuestros ancestros hominoideos temían precipitarse de las ramas en las que vivían para evitar caer en las garras de los depredadores terrestres. El pavor a la caída, el vértigo, significa literalmente el miedo a la pérdida de la seguridad de nuestro paraíso arbóreo, siempre con la fruta al alcance, antes de que tuviéramos que descender por narices y dedicarnos al pecado de la carne (hurgar en la carroña dejada por las grandes bestias) para devenir verdaderos humanos.

La caída está en nuestros genes y en nuestras religiones. Seguramente también en nuestro destino, personal y de especie. No en balde caer se relaciona con fallar y pecar mientras que ascender es siempre una experiencia positiva, salvífica y santificante. Cayó Roma, cayó Bizancio, cayeron Tiger Woods y Lance Amstrong; cayó Ícaro, pero no sin haberse regalado antes la felicidad de volar. Desde niños experimentamos la ambivalente atracción de las alturas —es excitante subir pero luego hay que bajar—, una atracción que encuentra eco festivo en los parques de atracciones, tirolinas, puentings, globos y paracaidismos varios. El hombre supersónico es la magnificación de ese (in) sano impulso. Su saludo militar tuvo, me parece, mucho de parodia, de broma infantil, admirable en esa tesitura. Solo le faltó gritar, como Buzz Lightyear: “¡Al infinito y más allá!”.

Cuando Baumgartner ascendía en su cápsula todos conteníamos la respiración. Todos también nos identificamos con él al abrir la compuerta y situarse en el tremendo peldaño del espacio. Muchos pensaron que era una solemne majadería lanzarse así al vacío, pero también muchos sentimos al dar el paso el saltonauta —además de flaquear las piernas— el orgullo de ser humanos. ¡Qué emocionante ver a uno de los nuestros portar así nuestra antorcha! ¡Esos segundos de magnífico desafío a la fragilidad del cuerpo y la mente, frente al cosmos! Cuando un hombre o una mujer se atreven, todos vamos un poco con ellos. Desde nuestros inicios cruzar umbrales, hacer lo impensable, afrontar los retos más aparentemente absurdos, trascender, se ha tenido por locura y despropósito. Hay un anciano que ha saltado en paracaídas a los 92 años, un niño que lo ha hecho a los cuatro. Pero sin ese impulso que ha convertido ahora al valiente austriaco en bólido humano, en superhéroe de carne y hueso, no habríamos posiblemente atravesado los mares, conquistado desiertos, vencido selvas y llegado a los polos y a la Luna. El valor y la curiosidad nos hacen tan humanos como el miedo. Da Vinci construyó extrañas máquinas voladoras, Benjamin Franklin experimentó con globo. Lástima que no les haya sido dado contemplar la escena del domingo. ¿Qué le habría parecido a Julio Verne, a Arthur C. Clarke?

Añadamos que Baumgartner ha saltado para Red Bull y no para la industria militar. Así que, a diferencia de su predecesor el capitán Kittinger, o de Yeager, que rompió la barrera del sonido en su reactor, su épica es la de los saltos civiles y se aleja de la de los Fallschirmjager o de la 101 Aerotransportada. Es nuestro ángel moderno. Gloriosamente caído, para celebración de la humanidad y de su valor.

* Jacinto Antón es periodista español, Premio Nacional de Periodismo Cultural. Su texto ha sido publicado originalmente en el diario El País, donde escribe desde hace veinte años.

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