Fútbol, goles y muerte

Por Marlon Puertas
Guayaquil, Ecuador

Siempre, desde que tengo memoria, fue una decisión de intrépidos ir al estadio a casi ver un partido de fútbol, porque los ángulos que teníamos los de general eran -son- los peores. Efectos de pagar menos. Durante la larga espera antes que comience el juego, el único entretenimiento era fregar a los demás: a los de abajo especialmente, a los que se lanzaba de todo, como una especie de venganza de lo que se aguantaba de los de arriba. Orina, básicamente. Con ese profundo aroma perfeccionado por la humedad, existía una cierta hermandad respaldada en el amor por el equipo, el Ídolo le decíamos, y una realidad social que ataba a todos, condenados a ser siempre los de la general, los pobres que no tienen para más.

En el estadio quien más bulla metía era un viejo bastante arrugado que le decíamos el hombre de la campana, don Julio. El resto, puteábamos al árbitro, a los jugadores rivales, a los nuestros. Pasábamos de la idolatría fugaz por un gol que entró con las justas al odio más acérrimo por las permanentes cagadas de futbolistas que se llamaban profesionales pero no eran ni más ni menos que hombres con muchísimos vicios humanos y una enorme virtud: la entrega incondicional por el equipo.

Eso era el estadio. A eso íbamos, a buscar diversión y a gritar de vez en cuando, porque nuestra concentración estaba centrada en ver el partido, no en gritar noventa minutos cosas que no se entienden. Había momentos violentos, cómo no. Bastante puñete, limpio, con gente que se sacaba la camisa y se daba duro, en defensa del honor del Ídolo y del suyo propio, pues no había cara de satisfacción más grande que la de aquel que le sacó la madre a su rival en plenas gradas, recibiendo aplausos de la fanaticada, como si un gol de chilena hubiese metido.

Nada más que eso. No había armas, no había cuchillos ni pistolas. La policía no revisaba a cada uno de nosotros como si fuésemos delincuentes, porque no lo éramos. Las barras, como tal, no existían, y los bravos eran bravos en ese momento y no buscaban asesinar a nadie antes o después de un partido. Las incipientes pandillas que se formaban eran rechazadas porque no dejaban disfrutar el choque en la cancha. La mayoría solo queríamos pasar un buen rato, fregar un poco y cantar muchos goles.

Aquello cambió y para mal. Las familias no van a los estadios, no pueden ir. Hay gente que muere adentro, afuera y muchos kilómetros más allá de donde se juega un partido. La violencia está en niveles de agresividad que no se entienden, porque nadie merece morir o ser apaleado por llevar una camiseta de un color que disgusta. Y la policía, la responsable de evitar que la gente se mate entre sí, ahora aparece como una sospechosa más, después que ha quedado en evidencia que su principal aporte para mantener la tranquilidad es dar garrote a los hinchas con una fuerza que ni los burros merecen.

Después nos quejamos. Nos lamentamos todos y buscamos un culpable, solo uno. El resto somos inocentes, tapándonos los oídos para no escuchar nuestras propias palabras incendiarias que traen más fuego. Un poquito de agua, por favor.

Más relacionadas

1 Comment

Los comentarios están cerrados.