La condición de ídolo

Por Juan Jacobo Velasco
Santiago de Chile, Chile

Es raro hablar de deporte en el siglo XXI. Pudiera empezar por desarrollar una idea desde un lugar común científico –social, económico o antropológico-; o una reflexión sobre la evolución histórica de la humanidad que transmutó en ese espacio que mueve masas, ojos y millones de dólares sobre la idea de la competitividad; o la mirada estética sobre un espacio para la creación y la superación que sublima la belleza cuando se juntan voluntad y cuerpo. Pero en realidad la palabra que me viene a la mente es emoción. Lo escribo con la certeza de no poder encontrar un mejor término que englobe lo que el deporte engendra. También con la consciencia de las limitaciones de la tarea de escribir sobre ellos. Cuando de emociones se trata, como bien lo saben poetas, literatos y lingüistas, las palabras tienen un límite escritural que no puede trasladar en su justa medida lo que quien escribe –en este caso, un aficionado a los deportes- siente.

Digo esto porque para analizar a cualquier institución, y más si se trata del equipo más popular del Ecuador, como Barcelona, hay que hacer un escaner emocional vinculado con lo que siente la hinchada, los factores que determinan la condición de ídolo y el rol que juega la historia personal (que se escribe con minúscula) y la Historia grande.

Los hinchas no vivimos a los equipos como si se tratara de una entidad en abstracto. Fanatismo mediante, los tratamos como a un miembro más de nuestra realidad circundante. La identidad que genera -como una proyección de nosotros mismos- ese amigo o familiar del que nos orgullecemos con sus logros, o nos dolemos por sus problemas y derrotas, suscita reacciones de bipolaridades sorprendentes. En el marco de las psicopatologías, el síndrome de abstinencia de 14 años sin títulos incluso provocó delirios persecutorios (macumbas) y celopatías ante los logros de otros (Liga y Emelec), lo que se retroalimentó exacerbando las demandas de títulos. Por eso todo tenía que darse ya. No podía haber espacio para errores. Tampoco para mirar con cierta distancia al equipo. El fanático quería verlo recuperado, con una siquis distinta.

La historia reciente del equipo más popular del Ecuador estaba marcada por la desazón profunda que provocaba la combinación entre la falta de éxitos y la frustración ante una dirigencia que, o bien utilizó a la institución para ganar prestigio y posicionamiento en la siquis nacional con un costo administrativo abisal, u honestamente trató de enrumbarla, pero fracasó en el intento víctima de un cúmulo de factores insalvables. El drama amarillo parecía no tener fin y dejó un dolor arraigado en la parcialidad torera. Había una espera y una necesidad que se reprimieron y que se profundizaban conforme la mancuerna nefasta operaba nuevamente. La parada “canchera” que tenían los hinchas canarios a fines de los noventas (hasta ese momento único dos veces finalista de la Copa Libertadores, máximo ganador del campeonato nacional), con el tiempo dio paso a una especie de sentido de humildad que en no en pocas ocasiones derivó en algo parecido a la depresión. Como bien me dijo un amigo: “mi pasión por Barcelona debo confesar, que se alteró en cierta manera. Llegó un punto que ya no me importaba y había como cierto masoquismo dentro de mí, deseando incluso que el equipo pierda y sea arrastrado, talvez llevado por la ira que tenia contra los dirigentes”.

La idolatría deportiva no es, como muchos piensan, algo insustancial, decorativo o anecdótico. Para una gran mayoría constituye una razón para vivir. Y, en casos extremos, morir. En todas partes y a todo nivel,el deporte ha ido desplazando a la religión, a la política y a los grandes debates como una fuente de identificación, de existencia y de pertenencia. Es un evangelio que se activa desde la radio, la tele o el diario. Ernest Hemingway lo describió como nadie en El viejo y el mar. Esa pequeña novela, último eslabón antes de que el norteamericano recibiera el Nóbel de literatura, describe la vida de un pescador de una pobreza conmovedora. La única relación que tiene con el macroentorno global es un periódico antiguo que daba cuenta de uno de los juegos de la serie mundial de béisbol. El viejo vivía soñando con Joe di Maggio, el fantástico jonronero de los Yankees, cuyo padre fue pescador. Y sentía menos pesada la carga cotidiana gracias a esa conexión artificiosa que le regalaba una razón –quizás la más sustantiva- para tratar de repetir las hazañas de su ídolo deportivo y del papá de este.

Por eso los fanáticos podemos entender a los otros en una dimensión que es netamente emocional. Creo que conforme se tienen menos opciones de realización (profesional, familiar, o a través de pasatiempos, voluntariados y creaciones), las personas se aferran al deporte y a la idolatría deportiva como balsa de salvación. Como me contaba una amiga, le llamaba la atención cómo el ánimo de algunos de los trabajadores de su empresa cambia sustancialmente con el resultado de su equipo. Y cómo esos resultados se expresaban en la productividad y mejor/peor predisposición de esos trabajadores de esa semana.

El concepto de fanatismo está relacionado con el gusto por lo que uno hace, mira y admira. Es desarrollar la pasión por lo que nos gusta a través de quienes realizan esa actividad rozando la perfección absoluta. No obstante, la diferencia entre la pasión y pertenencia que generan las aficiones a las que destinamos las horas de ocio, respecto del deporte, es que este último es un recordatorio químico de nuestra instintividad básica, vinculada a la supervivencia. O, si se quiere, a la noción darwiniana en que por la vía de la competición se definen a los mejores especímenes. El deporte, como práctica, es igual a cualquier otro espacio de ocio, cuya perfección en la ejecución eleva el espíritu humano y lo conecta con su lado artístico o filosófico. Empero, la diferencia fisiológica tiene que ver con ese golpe de adrenalina que tanto la práctica como la observación del deporte de competencia potencia. Es en el deporte donde se suscitan espacios de furor que impulsan las pasiones a límites insospechados. No creo que la literatura, la música ni la danza generen fanatismos como el deportivo de manera tan acentuada y colectiva. Ni que ninguno de los grandes íconos en esos campos tengan una iglesia como Maradona, ni tantos seguidores tatuados portando al Diego en su piel.

Pero aún a ese nivel hay que diferenciar entre lo que generan los deportistas como individuos y lo que provocan los equipos. Los deportistas son sujetos con quienes nos identificamos, pero por quienes no tenemos un nexo ontológico como el que sí existe con los equipos, porque los deportistas tienen un periodo de vida competitiva acotado. No existe una trascendencia temporal que genere una identidad continua, que se traspasa de generación en generación. Hay una idolatría, sí, que puede ser intensa y genera identidad con ciertos deportistas. Pero no acompaña la vida y los vaivenes de los individuos, metafórica y práctimente hablando, como eventualmente ocurre con los equipos.

El conjunto de características de la idolatría deportiva, sumado a la reivindicación frente a un pasado reciente doloroso, permite entender por qué se vive el ambiente de júbilo en Ecuador. Barcelona es el equipo más popular del país, afincado en la ciudad más poblada. Su origen está orgánicamente establecido en el puerto, al haber surgido, literalmente, de sus astilleros. Su nombre recuerda la metrópoli de referencia de muchos catalanes que emprendieron proyectos que engrandecieron a Guayaquil y al país, pero quizás ninguno de esos proyectos alcanzó la magnitud real ni simbólica del equipo amarillo. Sus fundadores, dirigentes, jugadores e hinchas saben que Barcelona es “más que un club” (usando la frase que identifica a su gemelo catalán), que con el paso del tiempo se convirtió en un miembro de la familia. En un compañero. En un apostolado.

El equipo configura una Historia, con mayúscula, que es la suma de todas las historias particulares. Es recordar el estadio Modelo y luego el Monumental. Es pensar en los que ya no están y que permitieron cultivar ese amor tan particular por el fútbol y el cuadro canario. Es sentir que cuando la crisis financiera derribó al Ecuador en 1999, el dolor se volvió más sofocante porque desde entonces Barcelona no había vuelto a levantar cabeza. Es creer que en incontables pequeños instantes de la vida, muchos se fundieron en un abrazo con desconocidos y cercanos, por el solo hecho de compartir algo parecido a una fe.

Barcelona es un ídolo que resbala en el barro de la ribera del Guayas. Pero ahí mismo sabe construir su historia y su gloria. La que hoy, fanáticos y no fanáticos del equipo disfrutamos, porque sabemos que ese triunfo no solo simboliza el puño en alto de una afición. También implica una felicidad impagable para el Ecuador, que es siempre bienvenida.

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