El ascensor

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Uno de los prodigios del mundo urbano es juntar civilizadamente a una decena de desconocidos en un cajón cerrado de dos metros cuadrados, suspendido de unos cables de acero que nadie ve ni por cuya calidad de instalación y mantenimiento se pregunta, aunque el habitáculo acuse desgaste. En este cubo flotante se apresuran a entrar, como si perdieran el único vuelo a los pisos superiores, y aún a riesgo de experimentar la compactación propia de las sardinas en una lata -hálitos incluidos-, gente de toda laya, oficio, estilo y posición en la jerarquía, porque en el ascensor todo es cuestión de jerarquía: unos llegan primero y otros se quedan fuera; unos suben a pisos inferiores y otros se encumbran a lo más alto, no hay igualdad posible; unos llevan pesados fardos, visibles en forma de encomiendas o comida a domicilio, o casi invisibles en la conciencia, bajo cuyo peso se encorvan los hombros o se enturbian las miradas.

Si se tiene suerte de hacer el viaje completo a uno de los pisos más altos, hay tiempo suficiente para un estudio psicosocial. Esos segundos de convivencia forzada y claustrofóbica son reveladores, especialmente porque se está en presencia de una muestra variada de la fauna urbana, donde los rasgos culturales afloran inmediata y coloridamente.

A diferencia de un elevador gringo, lleno de fantasmas circunspectos que evitan hasta el roce idiomático por temor a una demanda de acoso, en Ecuador subirse a un ascensor constituye una viva experiencia de intercambio social. Casi todo el que entra saluda y casi todo el que sale se despide, porque en esto del besamanos nadie gana a los latinos, y nunca falta la admirable capacidad de algunos de trabar inmediata conversación, a propósito de la política insufrible o del clima extremo -a pesar de las envidiables temperaturas de estas latitudes ecuatoriales-. Otros dan rienda suelta a la difusión de algún vicio inconfesable del prójimo, deslizando los chismes sin prolegómenos, por lo corto del trayecto, aunque reservando los detalles más picantes para escenario más discreto. Así los desconocidos compañeros de elevador pueden saber vagamente el milagro mas no el santo, avivando todavía más la llama de la intriga.

Siempre hay quien sube con papeles en mano, documentos que deben ser incomprensibles pues los leen una y otra vez con aire de extrema concentración, de modo que todos los vecinos se percatan del asunto tan confidencial que se trae entre manos; y hay también quienes escudan su mutismo detrás de un teléfono inteligente o, peor aún, quienes con actitud de total indiferencia ante el público circundante no vacilan en continuar su diálogo íntimo con quienquiera que los esté escuchando al otro lado de la línea.

La proximidad de los cuerpos delata a sucios y perfumados, a los vulgares y a los fisgones, que no pueden disimular la lascivia que les produce un contorno voluptuoso y rodeado de poca tela. Y también hay de los otros, de los que resisten con estoicismo semejante tentación mirándose los zapatos. Al abrirse la puerta, hay quienes ceden el paso, o quienes lo apresuran para escabullirse lo antes posible de tanto peso social. Casi un diván freudiano.

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