Rosa

María Fernanda Egas
Miami, Estados Unidos

Nació en Ayacucho,  Perú, hace 55 años. Solo vivió los primeros años de su infancia allí porque su familia se mudó para Lima. Esta migración a la gran ciudad la salvó de la tragedia que sufrieron miles de peruanos en los enfrentamientos entre militares y “terrucos” como llamaban a los terroristas de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Era el año de 1983 cuando los peores episodios de violencia se sucedieron en Ayacucho  Hace 18 años, Rosa y su hermano decidieron volver a su tierra. Y su vida ya no pudo ser la misma.

Lo que encontraron fue una población no solo empobrecida económicamente, sino moralmente. Los más de 2.100  desaparecidos con violencia, arrancados de las manos de sus madres y de sus mujeres, no podrían ser olvidados jamás. A Rosa la conmueven aún los testimonios de los que vieron cómo les aplicaban la ley de fuga a los suyos, o que sabían que los llevaban a una cárcel para ejecutarlos en serie. Durante las matanzas a campo abierto, el que huía sobrevivía: las mujeres agarraban a los hijos que podían y se iban por los barrancos para esconderse por varios días hasta que el peligro pasara. Las que tuvieron menos suerte fueron violadas.  Hoy la población sufre serias secuelas de estos tiempos de impotencia y crueldad, hombres y mujeres las sobrellevan con el alcoholismo.

Al vecino Perú le tomó casi veinte años entrar en un proceso de reconocimiento de su propia historia, que había sido silenciada durante los gobiernos de Fernando Belaúnde, Alan García y Alberto Fujimori.  Como había sucedido en la Sierra, lejos de la capital, donde nadie tenía ganas de enterarse de esta guerra “entre indios”, los familiares de las víctimas tuvieron como único recurso acudir a organismos internacionales de derechos humanos. Y por eso se volvieron sospechosos “informantes” y conspiradores.

En su novela “La Hora Azul”, (2005) Alonso Cueto, narra muy gráficamente los traumas del terror que se habían vivido al interior del país, mientras los limeños disfrutaban una burbuja de lujos, fiestas y excesos.

Aunque Alberto Fujimori aplicó mano dura contra el terrorismo y le dio caza a Abimael Guzmán, tampoco reconoció la tragedia de las víctimas. Esto sucedió solamente en el 2001 con el presidente de transición Valentín Paniagua, quien ordenó una Comisión de la Verdad, que estimó en más de 69.000 el número de víctimas en el país. La comisión estableció que el narcotráfico como actividad de los terroristas había elevado el nivel de la violencia, y que el 37% de los crímenes fueron responsabilidad de las Fuerzas Armadas.

Fueron 20 años de terror y de negación de una verdad: la guerrilla y el narcotráfico ocasionan un alto costo social y de vidas humanas.  Un proceso similar que pudo haberse encarnizado en Ecuador en los años 80 con Alfaro Vive Carajo hoy no necesitarían de represión oficial.

Denunció la Revista Semana, de Colombia, que el propio líder del Cartel de Sinaloa, el “Chapo” Guzmán, asegura que su organización “manda en Ecuador”; y documentos de identidad ecuatorianos encontrados en manos de miembros de la narcoguerrilla deberían alertarnos.

En el 2011, Wellington Alcívar denunció públicamente, y sin respuesta de las autoridades, el “secuestro” del Cartel de Sinaloa de la Justicia en Esmeraldas. Su calvario se inició cuando procesó a uno de los miembros de este cartel por el tráfico de órganos de su hermano. Y terminó con su propia muerte poco después de hablar a los medios, con dos tiros en la cabeza.

Quizás la instauración del narcotráfico en Ecuador no necesite librar una guerra encarnizada como en Perú o Colombia. Pero la propia naturaleza del negocio de la droga genera un daño colateral y una descomposición social e institucional irreparables.  Las víctimas son, de igual manera, las más vulnerables. Y  cuando los vientos cambien, habrá una Rosa que vuelva. Y su vida no podrá ser la misma.

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