Gracias, Benedicto XVI

Jaime Baquero
Quito, Ecuador

Podría parecer un tópico romántico pero se trata de la vida misma en plena cotidianeidad posmoderna: la era de la información ha llevado a la humanidad, casi sin darse cuenta, hacia un amor incondicional a todo lo que conlleva el calificativo de transparente. La realidad por encima de todo, nada de ocultismos adornados. Se terminó el anonimato. Redes sociales a vista y paciencia de la ciudadanía, sitios de información privada transformados en plataformas públicas y bases de datos para curiosos. La verdad no se compra ni se vende, se expone. Es un derecho de todos. La conciencia colectiva ya no le cree a quien intenta proteger una imagen personal, familiar o institucional maquillándola como buena o próspera por la razón que fuese. La gente necesita saber qué está pasando. Los imaginarios son imágenes de la realidad, espejos limpios de los problemas sociales latentes, cruda exposición de las heridas abiertas. Las tapaderas molestan. Los escándalos indignan profundamente. De allí la creciente popularidad de los difusores de injusticias o entuertos sociales; aquellos valientes expositores son unos auténticos “Robin Hood” del siglo XXI.

Esta forma de proceder puede sustentarse en dos raíces, muy ligadas entre sí. En primer lugar, la revalorización occidental -¿de raíz ilustrada?- del concepto de dignidad, visto sobre todo desde la autonomía de la persona. Es reconocer la capacidad individual de pensar sobre los hechos, generar respuestas y soluciones: “no hace falta que me digan lo que sucedió, basta con que me remitan a las fuentes”. El individuo se sabe en condiciones de sacar sus propias conclusiones, interpretando los sucesos e interpelando a sus actores. La segunda raíz es el cambio profundo que se ha generado –a nivel intelectual– en torno al sentido de la autoridad, antes sumisamente aceptada y ahora objeto de profundos cuestionamientos de identidad. Esto se evidencia, por ejemplo, en los centros educativos de cualquier orden, donde el maestro debe medir muy bien sus palabras antes de afirmar algo, pues son infinitamente más confiables los argumentos de razón que los de autoridad. Y lo que no se entiende simplemente no existe.

En este contexto sociocultural nada sencillo, un hombre como todos, revestido de autoridad religiosa y avalado por el prestigio –auténtico legado– intelectual de fatigosos años de docencia universitaria, decide renunciar a su cargo, rompiendo con tradiciones multiseculares casi incuestionables. No lo quiere ocultar: está cansado. Y se entiende, ya que son casi ochenta y seis años a cuestas y ocho de pontificado, veintitrés viajes internacionales, tres jornadas mundiales de la juventud, tres encíclicas y otros tantos documentos oficiales, varios libros rigurosamente documentados –todos editados en múltiples lenguas–, conferencias semanales, entrevistas, dificultades, alegrías, tristezas y tantas otras experiencias de vida que han dejado profunda huella. ¿Se esperaba otro final? Éste parece honesto y acorde con unos tiempos que agradecen el humilde reconocimiento de la debilidad humana, aunque el individuo se sepa instrumento de cosas sagradas. Otros vendrán detrás. Las personas pasan, las instituciones permanecen. Gracias Benedicto XVI.

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