¿Biopolítica casera?

Ana María Garzón
Nueva York, Estados Unidos

Hay coincidencias tristes. En mi clase de Arte Contemporáneo hablamos de biopolítica y el concepto de nuda vida de Giorgio Agamben. Vimos obras de Santiago Sierra, Thomas Hirschhorn, Tania Bruguera y Miki Kratsman. Hablamos de la guerra preventiva en Afganistán orquestada por Estados Unidos dos meses después de los ataques del 11S. También de los rehenes que murieron junto con sus secuestradores islámicos chechenos en el Teatro Dubrovka de Moscú en octubre de 2002, cuando las fuerzas especiales del estado ruso rociaron un gas tóxico para “paralizar” a los secuestradores, pero mataron también a 129 rehenes.

Hablamos, en resumen, del poder de los estados para catalogar la vida de los humanos, de las zonas grises que permiten que unas vidas valgan más que otras y de cómo la ley puede ajustarse arbitrariamente para asegurar la soberanía -idea compleja y discutible- de una nación. Fuera de nuestras cuatro paredes también había ejemplos cercanos de biopolítica: los 12 estudiantes del Colegio Central Técnico y los 10 de Luluncoto. ¿Rebelión? ¿Tentativa de terrorismo? No quiero hablar directamente de esos casos, solo escribir algunas ideas:

– Walter Benjamin, en Para una crítica de la violencia, escribió que la ley se asegura por amenaza, por su capacidad para cometer actos de violencia.

– La soberanía habla de derechos inalienables para evitar invasiones de otros estados, pero también para evitar malos comportamientos. Agamben parte de una idea de Carl Schmitt, para afirmar que la soberanía es en sí un estado de excepción, en el cual el gobierno tiene derecho a actuar sobre sus ciudadanos según su conveniencia.

– El homo sacer -sujeto de la ley romana arcaica- se puede matar, pero no sacrificar. La diferencia más clara está en ingles: to be killed versus to be murdered. No todos los sujetos son asesinados. Los que no son reconocidos o validados dentro de la sociedad, mueren como animales, sin que el valor de su vida sea sagrado. Lo mismo puede pasar con la aplicación de la ley: no todas las vidas reciben el mismo tratamiento.

– No basta con estar vivo, es necesario también tener una representación simbólica: ser un ciudadano. Así se pueden disfrutar los derechos de ser, aparentemente, representado.

– Para garantizar la soberanía de un Estado, los sujetos se dividen así: amigos/enemigos, nosotros/ellos. Cuando la soberanía se asegura casi por derecho divino, quien cae fuera de su dominio se convierte en ese otro sobre el cual se puede ejercer violencia.

– Thomas Hobbes, en Leviatán (1651) ya imaginó lo político en términos del cuerpo político: “El hombre no es sólo un cuerpo natural, pero también el cuerpo de la ciudad, eso quiere decir, de la llamada parte política”.

– El estado aplica leyes bajo las cuales no está sujeto. Para mantener su espacio, necesita esas áreas grises donde actuar. Los estados no sólo gobiernan recursos, sino también vidas.

– “Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente” (Foucault, La voluntad de saber, cap. 5 “Derecho de muerte y poder de vida”).

– Hay sujetos que tienen autorización para estar en un espacio político, pero no tienen permiso para encarnarlo, para ser parte de él. En este espacio, los sujetos empujados a los campos -de concentración o de refugiados- los migrantes o aquellos sujetos a quienes el estado quita sus derechos, son el rostro de lo biopolítico.

Llego hasta aquí, con reflexiones leídas en páginas de Agamben, Esposito, Foucault, Hobbes. También son ideas que vienen de conversaciones con Jonathan TD Neil y Stephan Pascher, cuando aprendía a aplicarlas al arte contemporáneo, sin esperar que sean tan duro reflejo de la realidad.

* El texto de Ana María Garzón ha sido publicado originalmente en el blog ache.

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