8 de marzo

Patricio Troya
Quito, Ecuador

Tengo la suerte de compartir mis instantes con una mujer integral, que cotidiamente se reinventa, se reta – me reta – en el ejercicio de vivir intensamente, y al final del día siento que me rebasa y me da cátedra, con una energía e integridad que supera muchas veces a mis quejas; profesionalmente impecable, humanamente intachable, bella, sensual y humana. De igual a igual, con luces y sombras, caminamos de a poco y nos encontramos aventuras: su libertad, su independencia, son para mi elementos indispensables de su ser, aunque a veces ese pequeño macho que todos llevamos dentro me lo recrimine. En ella me reconozco, su libertad me hace más libre. Fiel a la lógica de que el amor es eterno mientras dure, intento disfrutar su presencia,  y sé bien que si algo saldría mal, tanto ella como yo seguiremos siendo fieles a nuestras esencias. Como iguales, nos aportamos, apostamos a un proyecto, común.

Básicamente no poseo ningún recuerdo feliz de la infancia que no esté atado a la presencia de mi madre. Ella, que fue a la universidad, que disfrutó de las mieles irreverentes de las letras y el cine club, que se jugó con otras por levantar la primera revista ecuatoriana que reivindicaba el rol femenino, en una sociedad que todavía permitía matar a la “adúltera”; ella, que escribió un libro y me enseñó el respeto por las letras; ella, que apostó por sus hijos y se convirtió en la energía y el centro de gravitación de una joven familia que se construía en el contexto de un Ecuador en crisis permanente, decisión que le implicó renunciar a otras facetas a las que tenía derecho. Ella. No habrá sido fácil ser madre, esposa y comunicadora, no en los setenta: yo le agradezco la apuesta, con toda el alma, pero reconozco que no fue justo, más allá de su actual felicidad. La amo.

Hablo por teléfono con mi sobrina universitaria, que conduce un programa de radio on line, en dos idiomas, cultiva un blog sobre moda y viajes, y estudia comunicación. En sus palabras exhala aires de libertad y juventud, de irreverencia con motivo, que me llevan a pensar que se va a zampar al mundo de un bocado. Mis sobrinas pequeñas crecen en una familia que les inculca amor, libertad y respeto, sobre la base de que el rol que les corresponde es básicamente el que deseen desempeñar, no el que la sociedad les pueda imponer: sus risas no están medidas en función de la tarea de servir, o acompañar, se ríen con todo el derecho del mundo. Ellas serán lo que quieran ser, también tienen el derecho de comerse al planeta.

No siempre fue así. Hasta hace poco tiempo, el universo de la mujer se demarcaba de la patria potestad del padre a la del marido, sin derecho a patrimonio; el único sentido de estudiar para ellas era el prepararse medianamente para casarse y tener hijos; el derecho legítimo a “administrar” su cuerpo era un tema tabú, y en los colegios se enfatizaba además que aquella pretensión era pecado, como se probaba con la historia de aquella pérfida Eva que nos negó el paraíso con sus malas artes. El “rol femenino” estaba marcado por la aceptación feliz y autómata de la renuncia: la dependencia permanente era un designio impuesto por la ley, la religión y la cultura establecida, con “mass media” incluidos. La resistencia o el desacato se penaron con la hoguera -malditas brujas-, el ostracismo o la estigmatización.

Y en el Ecuador, esa realidad medieval aún está presente en amplios sectores de la sociedad. La mujer como sirviente, como objeto, como símbolo de una nación patriarcal y misógina, se evidencia cuando le pagan a ella menos que a él por igual trabajo, cuando violentan su integridad merced a un machismo atávico, cuando pervierten su sensualidad de manera comercial con los más arteros artificios,  cuando le niegan el mínimo derecho a ser dueña de lo íntimamente suyo, su ser material, su cuerpo.

La reivindicación de los derechos de la mujer nació desde la protesta y el cuestionamiento de la izquierda, faltaba más. El 8 de marzo recordé a Hipatia de Alejandría, a Sor Juana Inés de la Cruz, a Micaela Bastidas, a Manuela Sáenz, a Isadora Duncan, a Clara Zetkin, a Simone de Beauvoir, e invito a reconocer la lucha de todas las mujeres que no recordé, que no conozco, y que anónimamente o no, han conseguido poner en la hoja de ruta de la Humanidad la evidencia de que hombre y mujer, mujer y hombre, mano a mano y codo a codo, igualitos, debemos construir la sociedad que deseamos, que nos merecemos.

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