Los mamotretos

Marlon Puertas
Guayaquil, Ecuador

Qué feo debe ser escuchar de tu ídolo, de la persona en la que has depositado todas tus esperanzas, tus sueños, tu futuro, por la que has derramado lágrimas de éxtasis político en tarimas y en arrabales, ese mismo por el que te quedaste ronco de tanto vitorearlo, escucharlo que públicamente haga pedazos tu aporte, tu trabajo, calificado tan peyorativamente como un mamotreto.

Deben dar ganas de mandarlo al diablo, de decirle quédate con tu partido, con tu color verde que ni me gusta, con las camisetas folclóricas que me pongo solo por quedar bien contigo, con toda, todita tu revolución. Me largo.

Mucha más desazón debe dar cuando esta no es la primera vez, sino la segunda, la tercera, la cuarta, el retro incluido. Hasta perdieron la cuenta. Con un breve periodo de gracia -por la campaña, claro está- marcado por la armonía absoluta, en la que el implacable calificador de mamotretos, se juntaba a sus autores, se tomaba fotos con ellos y pedía a todo el mundo que vote por estos personajes, esos a los que ahora califica de limitados y autores de adefesios legislativos. Huele a engaño colectivo, a estafa.

Que ninguno de los ofendidos haya salido con entereza a defenderse, tal vez da la razón al calificador. Es más, yo estoy de acuerdo con el término, porque esa reforma a la ley de Inquilinato, en efecto, era un mamotreto. Con la diferencia que yo no he pedido a nadie que vote por esas mentes lúcidas, porque no me consta, sinceramente, esa lucidez.

Que la palabra dignidad sea empleada únicamente para peroratas políticas y no para contundentes respuestas personales, deja en claro con quienes contamos en la Asamblea.

Debe ser triste, ser uno de más de 100 legisladores, que no se siente valorado por su ídolo revolucionario. Saber que solo es una ficha más, obediente, no deliberante, que debe alinearse sí o sí a las órdenes que vienen de la única mente lúcida de este proceso, que marca los pasos sin tregua a toda su tropa. Y el que hace perder el ritmo en el pelotón, está fuera.

La lealtad exigida está convirtiéndose, por efectos del avance revolucionario, en un vasallaje que provoca repulsa. Esa dependencia y sumisión puede llegar a ser enfermiza, asunto que no nos competería, si no fueran estos personajes los integrantes de una función del Estado, importante hasta hace algún tiempo, en la necesaria división de los poderes políticos del país.

Aquí no hay esa división y eso lo aceptaron gustosos esos que ahora gimen en susurros por los cocachos presidenciales. Asumieron que su aporte en campaña, su incondicionalidad, les reportaría en el corto plazo una retribución generosa de los mandos divinos, aunque sea con una dosis mínima de respeto. Ni eso.

Tienen que irse preparando para cuatro años más de esos golpes, que no significan otra cosa que la verdadera valoración que les da su amado líder, el casi infalible, cuya perfección parece que únicamente se quiebra en el momento que escoge a los candidatos de sus listas.

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