Ad maiorem Dei gloriam

Hernán Pérez Loose
Guayaquil, Ecuador

“A la mayor gloria de Dios”. Para quien ingresaba al colegio Javier por primera vez era prácticamente imposible no ver esta frase del fundador de La Compañía de Jesús, san Ignacio de Loyola. Ella se encontraba donde está ahora, en la pared lateral del primer edificio, en grandes caracteres y en lo alto. Una expresión medio enigmática que dicha así nomás causaba cierto impacto, sin duda, pero que solo con el pasar de los años de estudio en una comunidad jesuita uno podía descubrir su real significado. La Compañía estaba allí como una contribución ad maiorem Dei gloriam. La reciente elección de un jesuita como papa parecería haber estampado a la frase de Ignacio una renovada fuerza.

Uno de los varios títulos que ha asumido el papa Francisco –obispo de Roma, vicario de Cristo, soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, etcétera– es el de pontífice máximo. En la Antigua Roma, nos recuerda Schiavone, el pontífice era el funcionario encargado de cuidar el puente del río Tíber, al que se le guardaba una especial reverencia por creérsele de naturaleza divina. Con el correr del tiempo, el título de pontifex maximus adquirió un significado religioso, pues era reservado para el máximo sacerdote del Colegio de Pontífices, asesores del rey en asuntos religiosos. Sin embargo, al llegar la República, este funcionario desarrolló un importante papel en la política y el derecho, tanto que Augusto terminó asumiéndolo al convertirse en emperador.

Pontífice viene del latín pons y facere, es decir, “hacedor de puentes”, de puentes entre la divinidad y los hombres. Debe recordarse que en Roma la construcción de puentes sobre el Tíber era una empresa de extrema gravedad reservada únicamente a autoridades religiosas, pues se pensaba que dichas obras podían molestarle al sagrado río.

Francisco, constructor de puentes. Pero no de puentes de piedra y cemento, sino de puentes espirituales y éticos. Puentes entre Dios y la humanidad, así como puentes entre los hombres, y entre las naciones, y entre las religiones. Pocas veces parece el mundo tan necesitado de constructores de puentes como sucede en la actualidad, a pesar de que como nunca la tecnología ha achicado el planeta.

Las reacciones ocurridas luego del ascenso de Francisco dan pistas sobre el problema en que él se ha convertido para algunos. Como los fariseos que se pasaron tendiéndole trampas a Jesús, para ver si disminuían su credibilidad, a Francisco le han salido algunos personajes que parecen empeñados en una similar tarea. Que sea mediador de un conflicto internacional, sabiendo que él no podrá serlo; que revele unos archivos del Vaticano dizque secretos; que dónde estuvo en la guerra sucia argentina, etcétera.

Nada de eso lo disminuirá a Francisco. Como él lo ha dicho, la misión de los cristianos, en especial su preferencia por los pobres, no se hace fomentando el odio y la intriga entre los hombres, sino construyendo puentes entre ellos. Es así como se trabaja “a la mayor gloria de Dios”.

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