El discurso

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Cada vez menos gente resiste la tentación de dirigir unas palabras a guisa de bienvenida, brindis, solidaridad, homenaje o cualquier otra justificación que les permita reconocerse a sí mismos mientras aparentan elogiar a los demás. La línea más clásica en este género de servicio a las propias vanidades es la expresión paterna de orgullo por los logros del hijo el día de la graduación, invariablemente un muchacho que ha seguido la tradición familiar de estudio, dedicación, responsabilidad -«si supieran», comentan los colegas de juerga de este último-; o las referencias a la belleza de la novia -aunque todo el mundo ve que se parece tanto al tosco espécimen con cara de buey sogueado de su padre-, o a su virtud modelada a semejanza de la madre -aunque todo el mundo ve que no se parece en nada al que oficia de padre-. Y al término de la capilla ardiente, vemos a todo difunto retratado como un modelo a seguir.

Hay que soportar cada parlamento, como si no fuera ya suficiente tortura privarse del aire caprichoso de un sábado a cambio de un matrimonio, festejo que se ha convertido, dicho sea de paso, en una costosísima e impersonal repetición de prefabricados. Ya casi nadie invita a su casa, como sucedía hasta hace no muchos años sin importar el tamaño de la residencia, porque abuelas, primas, madres y comadres se afanaban en la cocina, decoraban mesas, maquillaban y vestían a la novia; hoy se alquila un pedazo de césped cubierto con carpas o un salón de hotel, así como mesas, vajillas y arreglos temáticos, que los proveedores contratados reciclan, de modo que cada recepción resulta una copia editada de la anterior.

La marca de los diseñadores y decoradores profesionales ha sustituido el sello personal, el carácter de familia; y los anfitriones ya no merecen el nombre de tales, reducidos que han quedado a meros pagadores, desplazados en las atenciones a sus invitados por capitanes que asignan los servicios de catering. Es probable que este vacío haga cada vez más frecuente el inefable discurso, que, por malo que sea, termina siendo casi lo único propio y memorable: al fin y al cabo se termina olvidando el frío menú -impensable preservar la temperatura correcta de la comida servida masivamente-, las carpas son siempre las mismas y la mitad de los comensales, desconocidos, pero difícilmente se olvida una metedura de pata amplificada por un micrófono.

Desde luego que excepcionalmente se agradecen unas palabras, cuando son excepcionales, cortas, emocionantes -hasta el extremo de las lágrimas o la risa- y alejadas de la perfección, ese estado de cosas que la vida oculta mientras más se busca. Porque son las arrugas, las deficiencias las que nos definen. En la cumbre todos los montañistas se ven iguales, pero son las caídas en el camino, los miedos superados, las derrotas aceptadas, las dudas despejadas las que miden el esfuerzo, cincelan el carácter, las que justifican unas palabritas. Como ya se ha dicho, hablar del mérito es inútil: quienes conocen bien la situación, no lo necesitan; quienes la conocen mal, no lo creerán; y a los demás no les importa. Lo genuinamente bueno no necesita propaganda.

* El texto de Bernardo Tobar ha sido publicado originalmente en el diario HOY.

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