Por Videla, la muerte me sobrevoló

Vicente L. Panetta
Buenos Aires, Argentina

Pude haber sido el primero o uno de los primeros muertos o desaparecidos de la sangrienta dictadura militar que encabezó Jorge Rafael Videla.

Y pudo haber ocurrido horas después de que Videla, al mando de un triunvirato militar, derrocara a la presidenta constitucional María Estela Martínez de Perón, el 24 de marzo de 1976. Era la tercera esposa de Juan Domingo Perón.

Todo empezó cuando una voz huraña y marcial me penetró como un puñal helado: «¿Qué hace aquí? ¿Quién es usted?»

«Soy periodista», le contesté a ese militar al mando de una patrulla y que me sorprendió cuando caminaba por un sendero a la vera del gigantesco lago Nahuel Huapí, protegido por la cordillera de los Andes, en las afueras de Villa La Angostura, al sur de la provincia de Neuquén.

«No queremos ni periodistas ni peronistas; deme su documento», me respondió el militar de jerarquía para mí desconocida, robusto como un mundo, y que al igual que sus colegas estaba vestido de verde oliva.

Hasta ese momento, yo era el amo y señor del lugar: el sol doraba las montañas pero no derretía las nieves eternas; el agua del lago se movía inquieta y la figura de una mansión de ensueño se iba agigantando.

Pero hasta ahí había llegado.

Delante mío los militares y detrás de ellos el castillo El Messidor, donde firmes versiones decían que su ilustre huésped era la señora de Perón.

Uno o dos días después del golpe militar, no recuerdo bien, The Associated Press me envió al lugar para hablar con ella, con ellos, con cualquiera, o con todos. Había que hacer una nota y por lo menos confirmar que «Isabelita», como se le apodaba por entonces, estaba allí.

Había una férrea censura sobre la situación de la señora de Perón en los medios nacionales. Pero no recuerdo un caso de censura en la AP, que vaya a saber cómo, obtuvo la pista de que la viuda del extinto caudillo estaba arrestada en El Messidor por orden de Videla.

Recuerdo que fui el único periodista en llegar al lugar enviado por la agencia de noticias. No sé bien por qué, pero era el único.

Hubiese preferido estar con mil colegas y no tener ninguna exclusiva. Pero enfrente tenía a una decena de militares armados, y mis únicas «armas» eran mi lapicero y mi libreta. Por esas épocas el celular no existía.

En ese entonces, aun en la democracia del gobierno peronista, ya se sabía de millares de muertos, detenidos o desaparecidos, por una lucha entre lo que por entonces se simplificaba como ideologías «de derecha» y «de izquierda».

La prensa estaba acosada, y en mi caso sufrí amenazas de muerte por, según me enteré después, adherir claramente al estilo de AP que era usar «presuntos guerrilleros (o terroristas)» cuando la Junta Militar enviaba comunicados a las redacciones informando sobre enfrentamientos armados.

A Videla, la palabra «presunto» o «supuesto» no le gustaba para nada. Para el régimen militar, las víctimas eran de guerrilleros o terroristas, sin aditamentos.

Mi nombre y apellido aparecieron en un libro editado por el régimen militar, junto con el de otros periodistas también considerados indeseables. Varios de esos colegas luego fueron muertos o figuran como desaparecidos.

Peor le fue a mi entonces compañero de la AP, Oscar J. Serrat, quien estuvo un día secuestrado por los militares y que fue liberado y reapareció gracias a la gestión de diversos sectores.

Los muertos y desparecidos no sólo involucraban a los que estaban directamente en la acción armada, sino también a periodistas, disidentes políticos y sindicales o simples ciudadanos.

Además de cubrir decenas de atentados terroristas, mi vida por aquellas épocas implicaba recorrer casi todos los baños céntricos de la capital argentina. Y no por necesidad fisiológica, sino porque las guerrillas urbanas de los Montoneros y Ejército Revolucionario del Pueblo escondían allí sus comunicados, detrás de una letrina, de un espejo o envueltos en algún caño semioculto.

Un portavoz de ese grupo llamaba a las redacciones, alertaba en cuál baño se escondía el comunicado, y en el caso de AP el «mensajero» usualmente era quien escribe estas líneas.

Pero volviendo al episodio con los militares y mi búsqueda de la señora de Perón ocurrió que el oficial acabó por perder la paciencia cuando a todas las preguntas yo contestaba que era periodista y que el motivo de mi viaje era saber si la mandataria derrocada se encontraba allí.

«Bueeeeno, buuuueno», dijo, estirando primero la letra «e» y luego la «u», el comandante de la tropa, quien con tono un poco más amigable agregó: «Le devuelvo su documento y puede irse».

Me despierta un recuerdo ambiguo si estaba yo feliz o con más miedo que nunca, cuando el voluptuoso militar siguió con la palabra.

«Vaya, camine con los brazos en alto, pero no se dé vuelta, ¿me entendió?», gritó el militar, cambiando el tono amistoso de su voz y ahora sí, apuntándome con su arma larga, que para el caso, era lo mismo que un cañón.

No caminé, no alcé los brazos, no pedí clemencia. No podía moverme. Me quedé petrificado, maldiciendo mi mala suerte, con mis zapatos que parecían hundirse en un fango heredado de alguna noche lluviosa. ¿O del desbordamiento de las aguas del lago, quizás?

«Lo puedo matar, tirarlo al lago y nadie lo encontraría», me dijo el militar con un timbre de voz que me sonó al de un buey.

Pero, de inmediato, dibujó una mueca en su rostro, algo parecido a una sonrisa, bajó su arma, se fue alejando junto con su tropa y me pidió, en verdad me «ordenó», que me tomase el primer avión y volviese a casa.

Me quedé dos noches en el lugar, y aunque me alejé de la zona de peligro, al menos para mí, logré recoger datos que volqué en mis notas que certificaban que «Isabelita» estaba detenida en ese castillo, además de otras cuestiones que hacían al caso.

Logré la exclusiva a base de testimonios y aún recuerdo los diarios de la época que nos publicaron la historia.

También atesoro otros recuerdos de la época de la dictadura militar y de Videla, a quien muchos le decían la «Pantera», al parecer porque caminaba con un aire al popular personaje de cine, la «Pantera Rosa».

A la «Pantera», no a la rosa, también lo vi saludando y gritando goles en el estadio de River Plate, en Buenos Aires, en la final del Mundial de fútbol que Argentina le ganó a Holanda.

Para mejorar su imagen tanto a nivel nacional como internacional, se le atribuye a Videla una gran influencia en la conquista del título argentino.

Una goleada previa de Argentina 6-0 sobre Perú aún hoy está bajo sospecha de haber sido arreglada y entre otras versiones se dice que los peruanos fueron amenazados en los vestuarios para dejarse ganar.

Mientras Videla y sus compañeros de la Junta Militar se solazaban con el triunfo argentino en River, a menos de mil metros de allí funcionaba una escuela de suboficiales de la armada, conocida como ESMA, y que fue un centro de tortura, desapariciones y muerte y por el que pasaron unos 5.000 detenidos por cuestiones políticas.

Cada vez que me tocó ir o venir de la cancha de River, pasaba por la ESMA. Se la veía como un lugar bien cuidado y plácido, al menos de puertas para afuera.

Ni siquiera sospechas tenía al menos yo que el lugar también funcionaba como centro de maternidad clandestina, según se denunció en varios juicios.

Algunos de los muertos o desaparecidos, que se comprobó que estuvieron cautivos allí, fueron las religiosas francesas Alice Dumon y Leonie Duquet, así como el periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh y una de las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor.

Además de militares, hubo civiles enjuiciados, entre ellos el ex secretario de Hacienda Juan Alemann y el abogado Gonzalo Torres de Tolosa. El primero está acusado de haber hablado con un detenido encapuchado y esposado en una sala de torturas y el segundo de haber participado en los vuelos en los que se arrojaba a los secuestrados al mar.

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