La utopía no ayuda a pensar

Fernando Balseca
Quito, Ecuador

En estos tiempos, seguir proponiendo transformaciones políticas que estén sostenidas en una utopía, por mucho que intenten concretar fines nobles, es, por decir lo menos, una ingenuidad. Gabriela Rivadeneira, en la posesión del mandato presidencial, al invocar Utopía, de Tomás Moro, de 1516, y al erigir ese libro como una inspiración que ya estaría plasmándose en el Sumak Kawsay de la revolución ciudadana, reveló una matriz idealista y desenfocada de los improvisados revolucionarios de moda, pues aquella noción –sin una adecuada crítica al concepto mismo de utopía– desconoce importantes debates contemporáneos.

El escritor José Saramago se dedicó con denuedo, en los últimos años de su vida, a hacernos ver de qué manera ciertas palabras que parecen ofrecer una liberación son, por el contrario, pretexto de prácticas que alienan todavía más. Para él, un vocablo que había que controvertir era, precisamente, el de utopía; no para abandonar la lucha, sino para emprender en un ámbito menos mentiroso el propósito de construir una sociedad más justa. En La Habana, en junio del 2005, contó sobre su participación en el Foro Social Mundial en Porto Alegre.

“Si yo pudiera –dijo–, borraría no solo de los análisis, sino también de la mente de las personas, el concepto de utopía… La utopía ha hecho más daño a la izquierda que beneficio. En primer lugar, porque no es algo que uno espere ver realizado en su vida, no. Se pone ahí en el futuro, en un lugar que no se sabe ni dónde ni cuándo será. Una utopía es un conjunto de articulaciones, de necesidades, de deseos, de ilusiones, de sueños. Si uno es consciente de que no lo puede realizar en el tiempo en que vive, qué sentido tiene… Seguir hablando de utopía como un instrumento, digamos del ideario, de la ideología de la izquierda, me parece un atentado contra la lógica y el sentido común”.

La invocación moreana de la presidenta de la Asamblea no fue revolucionaria sino conservadora, porque para ella la felicidad humana es posible únicamente si se cree en Alianza PAIS, aquel partido nada interesado en el debate teórico sobre el sentido y la dirección del poder. Aparte de contener inexactitudes –según Rivadeneira, Amauroto era una ciudad “cercana” a la isla de Utopía, cuando en el texto es una ciudad ubicada en pleno centro de la isla–, el llamado a dejarse iluminar por el aura utópica es el primer paso para no concretar nada, pues lo que se ofrece es algo que no es pero que podría ser.

En diciembre del 2004, el diario La Jornada de México recogió un pedido de Saramago: “Si alguna palabra retiraría yo del diccionario sería utopía, porque no ayuda a pensar, porque es una especie de invitación a la pereza. La única utopía a la que podemos llegar es al día de mañana. Dejemos la línea del horizonte, dejemos la utopía, no se sabe dónde está, ni cómo, ni para cuándo. El día de mañana es el resultado de lo que hayamos hecho hoy. Es mucho más modesto, mucho más práctico y, sobre todo, mucho más útil”. Los revolucionarios necesitan modestia, practicidad, eficacia y, especialmente, pensar más y mejor.

* El texto de Fernando Balseca ha sido publicado originalmente en El Universo.

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