Una pasión amordazada

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador

Mi vinculación al periodismo comenzó hace muchos años, primero con la lectura incesante del periódico y, luego, con la escritura de Cartas de Opinión a los directores. La primera me la debieron haber publicado cuando tenía la edad de 13 años, la escribí con un seudónimo y no se lo conté a nadie. Pero con el tiempo, referirme a los sucesos importantes de mi país se convirtió para mí en una obligación ineludible. Y vinieron más cartas a los directores, un blog, la necesidad de asumir mi opinión con valor y firmar con mi nombre. No estuve en el club de periodismo de mi colegio, pero siempre aparecía una publicación mía ya sea por alguna noticia o entrevista.

En esa época, el género de las entrevistas me llegó a obsesionar. La posibilidad de plasmar en hojas de papel (o digitalmente) el visión de grandes pensadores me llenaba de emoción. Jorge Enrique Adoum, el ex presidente Rodrigo Borja, Alicia Yánez Cossío, la ex vice alcaldesa Margartia Carranco, fueron algunos de los personajes que entrevisté, todavía con el uniforme de mi colegio. Y junto a esa vocación, la lectura de corresponsales de prensa inigualables como García Márquez y Hemingway  me hacía creer en la escritura y el periodismo como mecanismos reales para cambiar al mundo.

A la hora de elegir una carrera universitaria me decidí por el derecho, tal vez por una ingenua y todavía persistente fe en el ideal de justicia. El periodismo, dije, no lo necesitaba estudiar porque es lo que había venido haciendo por años. Y lo que sigo haciendo. Mi primer trabajo en esa área fue en el periódico de mi universidad. Comencé al revés, como les ha pasado a algunos otros, fui primero columnista y luego ascendí al cargo de reportero raso. Me sorprendía la idea de que me pagaran por hacer algo que con mucho gusto lo hubiera hecho gratis.

Con el tiempo aprendí que redactar noticias no es, como piensa el gobierno, poner información a disposición de los lectores, simplemente. En la prensa reposa la responsabilidad de posibilitar el arribo de la justicia, de darles voz a aquellos que han sido relegados, reconocer el esfuerzo de los heroicos, denunciar los abusos de los menos decentes, generar pensamiento y crítica, lo cual no quiere decir criticar sino ver más allá de lo evidente, del discurso oficial, que el lector aprenda a leer entre líneas y a descubrir lo que esconden las verdades oficiales. El periodista tiene una ineludible responsabilidad de interpretar los sucesos, de adelantarse a los hechos, de sostener un vínculo inquebrantable con la gente.

No se puede redactar noticia alguna sin una cierta dosis de subjetividad. Ya lo decía Eagleton al recordar una ocasión en que hacía conocer a un amigo el área histórica de cierta ciudad y se decidía a ser lo más objetivo posible, no le diría que la arquitectura de la catedral, los palacios y los museos son, como consideraban los expertos, sublimes expresiones del arte gótico, solo daría fechas, datos comprobables. Al poco tiempo, cuenta Eagleton, su amigo se quejó diciéndole que no comprende esa posición y visión de los ingleses de interpretar la historia, la arquitectura y el arte en base a una valoración de fechas. Todo es subjetivo y todo responde a un juicio de valor. Quienes digan lo contrario nunca han hecho periodismo y, probablemente, nunca han hecho nada. El periodista no es un simple contador de noticias, es un analista de la realidad.

El viernes 14 de junio se aprobó la Ley de Comunicación, con un festejo propio de campeonatos de fútbol. Una ley cuyo contenido fue un secreto a voces hasta la noche anterior. Una ley maquinada y desarrollada en Carondelet, precisamente por quien con más descontrol ha maltratado a periodistas en la historia reciente del Ecuador. Mauro Andino, el legislador ponente del proyecto de ley, introdujo cerca de 40 cambios arbitrarios al texto que había sido socializado por años. Y así, con todo el poder del que gozan, lo aprobaron en un abrir y cerrar de ojos. ¡Qué poderosos son!

Sospecho, sin embargo, que no están muy consientes de lo que hicieron. Con una Ley de esa calaña probablemente las denuncias a nefastos funcionarios públicos –la historia del país está plagada de esos– no habrían sido posibles porque hubieran sido respondidas como “linchamientos mediáticos”. Y esto del linchamiento mediático fue una cobarde forma de protegerse, así no se podrá publicar el seguimiento a casos como el de la “narco valija”, “el título del primo”, el préstamo a Duzac, el caso Glas Viejó, y tantos otros. Atentan contra un derecho sagrado de la gente a conocer los sucesos relevantes y turbios del país. Y esa figura, además, es una aberración en el lenguaje jurídico, que ignoran.

La Revolución Ciudadana, desde el viernes pasado, me despojó de la categoría que con orgullo esgrimí todos estos años, la de periodista. Creen que con sus leyes, absurdas y maniqueas, pueden incluso modificar las más intimas convicciones de la gente. Lo que no entienden es que hay una enorme diferencia entre ser periodista y hacer periodismo. Título de periodistas o comunicadores tienen, incluso, quienes sostienen los pasquines oficiales. Lo mío es una pasión. Los que hacemos periodismo, como lo hizo García Márquez y Hemingway, y antes que ellos, Homero, no necesitamos de títulos para cumplir con nuestra responsabilidad y compromiso.

Esta ley no es más que otro intento por callarnos, que ameritará de nuestra parte mucho más valor, responsabilidad y calidad. Sus ataques reafirman nuestro manifiesto compromiso con la sociedad y con la historia. El tiempo que dure la ley, que seguramente será mucho menor al que sueñan los ilusos, será para nosotros una posibilidad de demostrar la valentía y necesidad de nuestro trabajo. De nuestra pasión que no admite mordazas ni miedo.

Cuando la Revolución Ciudadana votaba y aprobaba la Ley de Comunicación, me encontraba en la sala de redacción de un diario capitalino, junto a decenas de verdaderos y comprometidos periodistas. Mientras los asambleístas del gobierno daban brincos y abrazos, los redactores estábamos frente a los teclados, haciendo lo que siempre hemos hecho: periodismo. Los gobiernos pueden durar años, incluso décadas, pero se siempre llegan a su inexorable fin. Por el contrario, mientras exista la civilización humana, existirá la prensa.

Más relacionadas