La suerte, diseño mental

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Desde que se inventaron las excusas nadie queda mal, especialmente consigo mismo. El peso de la historia familiar, las experiencias de la infancia, las malas influencias, el contexto parroquial, la religión -o la falta de ella-, incluso la banda sonora de la película cotidiana, que tanto le canta al fracaso, al amor no correspondido, grato es llorar cuando afligida el alma y otras líricas como para deprimir al más espabilado, sin mencionar las creencias instaladas de la colectividad, tan dependiente de las teorías de la dependencia, parecerían marcar un destino, persuadir al individuo que su suerte está echada, que no debe preocuparse de soñar e intentarlo porque todo indica que se trata de la crónica de un fracaso anunciado.

Y la mayoría se lo cree. Y viven muy cómodos en dicha creencia, pues los resultados siempre tendrán a otro por culpable. Otros, unos pocos, creen lo contrario, que no hay más límites que los que aceptan en su propia mente, y consiguen exactamente los objetivos que diseñan.

Tener a mano una excusa es muy práctico. Y muy fácil, pues cuando ya parecen haberse agotado queda todavía, para los asuntos del día a día, el clima, el tráfico o la burocracia; y para los asuntos de más largo plazo, la Providencia, para los devotos, o simplemente la mala suerte, para los que, paradójicamente, no creen casi en nada salvo en el misterio del azar. La excusa es la puerta de escape, la válvula que desfoga la presión de las responsabilidades y permite tranquilizar la conciencia ante las metas logradas a medias, ante los planes muertos antes de nacer, ante la ambición atrofiada por el miedo, ante la comodidad de poner en manos de un curador público los problemas.

El trato que le damos al germen de esta comodidad moral distingue al líder de aquel que queda sometido a la servidumbre de sus propias excusas, a la celda de sus límites imaginarios, al sufrimiento anticipado de un fracaso que nunca llega, pues la competencia ni siquiera se intenta. Porque el líder no es quien manda a los demás, sino quien se domina a sí mismo; no es quien pretende regir en los destinos de otros, sino quien inspira a otros a tomar control de su propio destino; no es quien impone autoridad, sino quien respeta la libertad; no es quien se justifica, sino quien sueña y es capaz de construir sobre ilusiones; no es quien culpa a otros, sino quien acepta sus errores. Ese es el líder en potencia que hay en cada ser humano, el que permanece inhibido por el paradigma de la excusa, o el que podemos activar dejando de echarle la culpa a la culpa.

Este es uno de los desafíos más importantes de cualquier sociedad o grupo humano, el desafío de movilizar al individuo hacia la búsqueda de su destino personal, único, irrepetible, libérrimo, especialmente en una época concentrada en los diseños colectivos, en la planificación pública, en la arquitectura de la sociedad desde el Estado, en fórmulas políticas de garantizarle al individuo la solución de sus problemas, es decir en todo aquello que inhibe al ciudadano de su responsabilidad, de su poder para decidir y construir, sin tutores públicos, sin excusas.

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