En defensa de la academia: sobre la ley de comunicación

Mauricio Maldonado Muñoz
Quito, Ecuador

En tiempos recientes ha sido muy común entre los estudiosos del derecho señalar las falencias que posee la ley de comunicación. Del mismo modo, y sin decirlo expresamente, han dejado claro (penosamente) que poco o nada se podrá hacer para que estas falencias —en realidad inconstitucionalidades— sean corregidas (por vía de la declaratoria correspondiente) por parte de la justicia constitucional. Las razones las conocemos todos.

Los debates que se organizan y, las más de las veces, las charlas en las aulas o entre colegas, sobre la falta de correspondencia del texto de la ley con los estándares interamericanos, o sobre el régimen administrativo sancionador —por citar algunos— hacen testimonio de una convicción extendida entre quienes han estudiado o estudian el derecho constitucional. Empero, esto resulta escaso vistos ya los términos prácticos.

Pese a todo, los académicos sostienen entre casi todos una verdad evidente que no muchos quieren ver o defender. Quizá sea porque cada vez menos la política, el ejercicio profesional o el servicio público, son lugares para hablar desde la verdad y la sinceridad, la ciencia y la conciencia. Y aunque la academia carezca totalmente del poder necesario para imponer la verdad, se ha convertido en la más hermosa trinchera para atesorar esa sinceridad, esa ciencia y conciencia; porque en todo caso, si la academia tiene un poder, este es moral.

De seguro, algunos pensaran en lo infructuoso de un ejercicio que puede hacer poco por cambiar en la realidad lo que el poder podría hacer por la fuerza o por el consenso que, para efectos de la vulneración de derechos, son siempre ilegítimos. Nadie, ni por mayoría, puede desconocer derechos nacidos de ciertos bienes humanos sin los que las personas pierden en parte su esencia.

No obstante, no es posible ni deseable que la academia plantee “guerras” o enfrentamientos. Las trincheras, por supuesto, no sirven para ganar guerra alguna. En las trincheras solamente se resiste el embate.

Después de todo, en tiempos donde la mentira campea y el miedo pulula, quizá el valor del testimonio de las palabras (de la ciencia) sea todavía más fuerte. Tal vez si las palabras se vuelven prohibidas es más valioso dejarlas sentadas. Así como el doctor Rieux había hecho en “La Peste” de Albert Camus, donde había que testimoniar por la injusticia que les había sido hecha a los ciudadanos de Orán.

Se me ocurre, ahora entre tantas ideas difusas, que en este contexto la academia es “el lugar donde resistir”, como Kamchatka en aquella película argentina.

“Un escapista sabe salir de las situaciones más difíciles, sin embargo 3 requisitos distinguen al escapista profesional del aficionado:

1. Disciplina: el escapista sabe que su tarea es diaria, esforzada y sin descanso.

2. Concentración: el escapista debe distinguir lo importante de lo superfluo.

3. El último requisito: el coraje; el escapista lo necesita para llevar su tarea hasta el final.

Houdini cuenta muchas cosas: donde nació, quienes fueron sus padres, cuales fueron sus pruebas más difíciles. Lo único que no cuenta es cómo hacía para escapar.

Eso es Kamchatka, un lugar donde resistir”.

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