El terror egipcio

Diario La Prensa
Managua, Nicaragua

Tradicionalmente el terror egipcio se ha expresado como una ficción, en excitantes entretenimientos interactivos de los parques temáticos y películas sobre momias horribles, que se levantan de sus sarcófagos para vengar las profanaciones y saqueos de los tesoros de sus tumbas ocurridos muchos siglos o decenas de años atrás.

Pero en estos días el terror egipcio es real, está presente de manera sangrienta en El Cairo, Alejandría, Suez, Ismailiya y otras históricas ciudades de Egipto, que otrora eran tranquilos lugares llenos de monumentos y reliquias históricas y visitados por multitudes de turistas procedentes de todas partes del mundo. Hasta ayer los disturbios callejeros habían dejado alrededor de 600 muertos, entre ellos unos sesenta policías, según las autoridades, mientras que la Hermandad Musulmana, que es la promotora del violento levantamiento contra el Gobierno provisional, habla de más de dos mil muertos.

Lo que está ocurriendo en Egipto es una muestra de las consecuencias horrorosas que puede tener para una nación la mezcla del autoritarismo político con la intolerancia y el fanatismo religioso. Mohamed Mursi, líder de la Hermandad Musulmana, fue elegido presidente de Egipto en junio del año pasado con un mandato democrático y el compromiso de que debía respetar a los sectores sociales y políticos laicos, musulmanes moderados, cristianos y ciudadanos liberales que quieren un Egipto secular, abierto a la cultura de derechos humanos y de libertades civiles que existe en las sociedades políticamente avanzadas.

Pero Mursi no cumplió el compromiso democrático y gobernó durante un año como si todos los egipcios fuesen fundamentalistas musulmanes y pretendiendo ignorar, excluir y discriminar, a la gran parte de la población egipcia que quiere ser libre y gobernarse democráticamente. Además, Mursi empeoró la situación económica y social del país, en vez de mejorarla como había prometido.

Eso motivó que grandes multitudes de egipcios demócratas volvieran a salir a las calles para exigir un cambio de gobierno. Pero Mursi ni siquiera quiso prometer una rectificación de sus políticas erróneas, discriminatorias y autoritarias, y el Ejército lo derrocó el 3 de julio pasado con el respaldo manifiesto de multitudes de egipcios que llenaron las plazas para celebrar jubilosamente la caída del gobierno sectario de los hermanos musulmanes.

Cabe mencionar como dato significativo que el jefe del Ejército que derrocó a Mursi, general Abdul Fatah al Sisi, ni siquiera es un hombre laico y mucho menos liberal. Pero tampoco es fundamentalista. Al Sisi es un piadoso musulmán cuya mujer e hijas salen a la calle con la cara cubierta, y quien, en una tesis que presentó para graduarse en los estudios militares que realizó en Estados Unidos, expresó su criterio de que “ningún régimen democrático de Medio Oriente puede ignorar las tradiciones religiosas de los países musulmanes”. De lo cual se puede deducir que Al Sisi es un musulmán moderado que atendió el clamor de la población democrática, quizás sin prever las consecuencias sangrientas que tendría el derrocamiento de Mursi.

Es posible que, como ha dicho el presidente estadounidense Barack Obama desde su lugar de vacaciones en una isla de Massachusetts, la crisis egipcia se pudo haber resuelto mediante la negociación política, antes de que la Policía y el Ejército comenzaran a desalojar por la fuerza los campamentos de los hermanos musulmanes, y de que estos respondieran disparando armas de fuego y arrojando cocteles molotov contra los policías y los soldados.

Ahora no se puede saber hasta dónde llegará ese terror egipcio que demuestra brutalmente los extremos sangrientos a los que conduce la insensatez política, la desmesura autoritaria y el fanatismo religioso.

* Editorial del diario La Prensa, de Nicaragua, del 17 de agosto de 2013.

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