El mea culpa de la justicia chilena

Hernán Pérez Loose
Guayaquil, Ecuador

En días pasados, la Corte Suprema de Justicia de Chile aprobó e hizo pública una resolución inédita. Dicha corporación reconoció de manera expresa e inequívoca su responsabilidad por haberle fallado a la sociedad chilena durante los aciagos años de la dictadura. La aceptación que hace la Corte de haber omitido cumplir con sus deberes durante el gobierno de Pinochet se da en estos días en que se rememora el cuadragésimo aniversario de su golpe.

Respecto de la violación de los derechos humanos, la Corte dice: “No cabe sino reconocer que si esos atropellos efectivamente ocurrieron, como lo fueron, en parte se debió a la omisión de la actividad de jueces de la época que no hicieron lo suficiente para determinar la efectividad de dichas acciones delictuosas –las que por cierto ofenden a cualquier sociedad civilizada–, pero principalmente de la Corte Suprema de entonces, que no ejerció ningún liderazgo para representar este tipo de actividades ilícitas desde que ella no podía ignorar su efectiva ocurrencia, toda vez que les fueron denunciadas a través de numerosos requerimientos jurisdiccionales que se promovían dentro de la esfera de su competencia, negando de esta manera la efectiva tutela judicial de que gozaban los afectados”.

La violación de las libertades públicas no fue ciertamente responsabilidad de la Corte. Ninguna institución judicial logra frenar una dictadura, no nos engañemos. Pero sí que la justicia chilena facilitó enormemente el proyecto autoritario de Pinochet. Con su inacción, su silencio, su actitud timorata y sobre todo sus sentencias –que es al final por la que los jueces responden– negando cuanto recurso de amparo era presentado, sin todo ello, la prepotencia y el abuso del régimen chileno habrían sido una tarea extremadamente complicada especialmente en una sociedad de profunda tradición jurídica.

No solo que se llegaron a negar alrededor de cinco mil amparos constitucionales, sino que se terminó acosando a los jueces que osaban concederlos. Tal fue el caso del juez Carlos Cerda, que tuvo que ausentarse del país para preservar su carrera judicial por su entereza de enfrentar con sus fallos las violaciones que le fueron denunciadas.

Pero al autoritarismo chileno no le pareció suficiente violar los derechos humanos y tener como vasallos a jueces y magistrados prestos para allanarle semejante política, sino que fue más allá. La justicia facilitó incluso la persecución a los abogados que defendían judicialmente a las víctimas de tales abusos, desde empresarios hasta periodistas y activistas. Jaime Castillo (democratacristiano) y Eugenio Velasco Letelier (radical) fueron víctimas de este asalto contra la independencia que deben gozar los abogados. De nada sirvieron los sesudos alegatos de Patricio Aylwin.

Duras palabras son las que ha tenido la Corte Suprema chilena. Palabras que hoy calzan a otros magistrados y jueces de otros países, que con su silencio y sus sentencias, y falta de liderazgo, permiten que se entronicen verdaderas dictaduras. A ellos les haría bien leer la obra de la periodista Alejandra Matus El libro negro de la justicia chilena (Editorial Planeta).

* El texto de Hernán Pérez ha sido publicado originalmente en El Universo.

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