El jefe

Juan Jacobo Velasco
Mánchester, Reino Unido

Los recientes acontecimientos que hemos visto desfilar los últimos meses, son lecciones que sirven para darse cuenta de muchas cosas. Por ejemplo, de cómo los discursos cambiaron abruptamente desde la idealización de objetivos por los que valía dar la batalla e intentar cambiar los cimientos del país, a una versión pesadillesca y bizarra de ese sueño, en donde el ejercicio del poder, de la manera como se plasma en la actualidad, corrige y aumenta todos los vicios que se le endilgaban a la partidocracia y a los políticos pre-revolución. El debate, la participación ciudadana, el derecho a disentir, las alternativas, los equilibrios y los contrapesos, literalmente han desaparecido en aras de una visión única, totalitaria, absoluta e inequívoca de la verdad nacional. A tal grado llega esa expresión, que pareciera intrascendente e innecesario cualquier marco institucional u organizativo que no se fragüe en Carondelet o cuente con su venia.

A mí me da la impresión de que el Gobierno (y, en las actuales condiciones, el Estado) es una oficina gigante y el jefe es el prototipo de aquellas expresiones organizacionales –por cierto, bastante prevalentes en el Ecuador- en donde su voz y visión son ley. Lo que es curioso porque el cambio prometido implicaba un ambiente laboral más horizontal, participativo y deliberativo, en donde el jefe iba a ser un guía que se retroalimentaba de los aportes de todos y funcionaba a partir de su propia restricción en el uso del poder.

Pero la oficina ahora escucha una sola voz, que muy suelta de huesos ordena qué, cómo y cuándo hacer. El que no quiere trabajar de la manera que el jefe indica, está demás. Se puede ir cuando quiera porque no está alineado. El problema es que se trata de la entidad más grande y es un emporio que tiene (y ejerce) el monopolio de casi todos los productos y servicios. Sobre todo el de la verdad. La voz y la visión del jefe es esa verdad. Cualquier disenso, por mínimo y sutil que fuere, daña el producto y la marca de la entidad. Eso el jefe lo repite hasta la saciedad y lo esgrime como argumento para alzar el tono, amenazar y, en última instancia, despedir.

El problema es que los empleados necesitan el trabajo. La oficina les da prestigio y su tajada de un poder que puede ampliarse por decisión del jefe. Y la opción de facilitar el acceso a familiares y cercanos, para que puedan beneficiarse de las ventajas que brinda la entidad.

El jefe se encarga de todo: selecciona al personal, establece el método de organización, mercadeo y gestión. No hay detalle que deje al azar. Le gusta acaparar nichos de mercado y establecer las reglas del juego, que lo beneficien con exclusividad. No hay espacio para la competencia y eso le permite acumular poder y posibilidades de ejercerlo con sus empleados. Con esa realidad, no es raro ver que en la oficina reine el silencio y los empleados, voluntaria o inconscientemente, se conviertan en esbirros del jefe. En una horda de serviles sin remedio.

Más relacionadas