¿Queda algo de la Constitución?

Hernán Pérez Loose
Guayaquil, Ecuador

En días pasados, unos magistrados de la Corte Constitucional resolvieron mandar a los interesados en convocar a una consulta popular sobre el destino del Yasuní a recoger primero el respaldo del 5 por ciento del padrón electoral para luego emitir un dictamen sobre la constitucionalidad de la pregunta. Los magistrados confundieron el dictamen sobre la constitucionalidad o no de una pregunta para ser llevada a consulta, para lo cual no se requiere ese 5 por ciento de respaldo, con la consulta propiamente tal, para cuya convocatoria sí es necesaria dicha cantidad de firmas.

La ley manda que la falta de respuesta de la Corte en 20 días a la solicitud del dictamen, este se entiende por aprobado, con lo que los interesados podrán continuar con la siguiente etapa. En el caso del Yasuní, la Corte resolvió pasado ese plazo, y de paso lo hizo respondiendo a otra solicitud que le había presentado hace años un diputado respecto de otro proyecto de consulta popular. Los magistrados dijeron que ese periodo de 20 días no era aplicable porque un reglamento interno establece otra cosa. No es broma. Un reglamento interno está por encima de una ley orgánica.

Un asambleísta ha sido juzgado penalmente por presentar una denuncia en la Fiscalía sin que haya precedido la autorización parlamentaria previa, con el argumento de que presentar denuncias es ajeno a sus funciones fiscalizadoras. Y lo ha dicho nada menos que la Corte Nacional. En clara violación de la Constitución, los asambleístas que aprobaron la Ley de Comunicación no la debatieron dos veces, y el texto que votaron es considerado internacionalmente como un caso emblemático de mordaza a la libre expresión. Siguiendo su inspiración garantista, la Constitución declara como principio de política legislativa la mínima intervención del Estado en materia penal. Y sin embargo el Código Penal que está por aprobarse más bien parece un homenaje a la cultura del castigo, y a esa cosmovisión de la condena tan enraizada en nuestra América, y que Octavio Paz la estudió brillantemente.

Y así por el estilo. La lista es tan larga que ya nadie se asombra. Ya sea por cansancio, conveniencia o miedo, hemos terminado por aceptar como normal que la letra y el espíritu de la Ley Fundamental sean atropellados y manipulados por el poder. (Y pensar que se gastaron cien millones de dólares en aprobar este documento, para que al poco termine en la fosa común de nuestras constituciones).

Probablemente ya no deberíamos preguntarnos qué quedó de la Constitución de Montecristi, la que hace cinco años se la promovía como la “mejor del mundo” y destinada a durar “trescientos años”. Más vale que comencemos a reflexionar sobre las lecciones que nos dejan estos años y empezar a preguntarnos, por ejemplo, cuál es la función de las constituciones, al menos para qué han servido y sirven ellas en América Latina, y concretamente en Ecuador. Sería deplorable que no lo tengamos claro para cuando el país necesite promulgar su próxima constitución.

* El texto de Hernán Pérez Loose ha sido publicado originalmente en El Universo.

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