Excelencia o diferencia

Bernardo Tobar Carrión
Quito, Ecuador

La búsqueda de la perfección, en apariencia loable, no deja de ser una necedad, como pasarse golpeando una puerta que jamás se abrirá. Es una tentación que deja a muchos con sus proyectos en el tintero, pues prefieren no hacerlos a permitirse ejecutorias por debajo de su intolerancia al error. Así, la búsqueda de la perfección luce excusa decente, casi una justificación virtuosa de la parálisis, cuando no es más que inútil fuente de frustración crónica, causa de estreñimiento intelectual, porque la perfección no existe por definición: ¿qué es perfecto, bajo qué vara de medida? ¿Lo eran las mujeres un tanto rollizas y generosas de pliegues que Rubens inmortalizó como las Tres Gracias o la Maja desnuda de Goya, o lo son más bien las modelos esqueléticas con cara de muerto viviente que desfilan en las pasarelas en nuestros días? El exitosísimo Botero resolvió el dilema –su dilema- inventando una descomunal vara de medida.

Pero el perfeccionismo es más que necedad, tiene olor a soberbia, miedo oculto que presume de impecable, incapacidad de aceptar la falibilidad como condición inherente al ser humano. Porque el error nos presenta tal como somos, y a muchos no les gusta su imagen ante el espejo sin el maquillaje del escrúpulo, sin los vestidos de una falsa superioridad. En el fondo la perfección es una gran zona de confort, es la repetición del estándar de excelencia codificado por otros, camino seguro a la medalla, al aplauso, al reconocimiento colectivo. Y la gran excusa para detenerse en espera del momento perfecto, del proyecto, del empleo, de la persona perfectos, tanto como el acicate para criticar la imperfección de los demás.

Por ello la Historia con frecuencia demora en reivindicar a sus pensadores, a los originales, a los provocadores de reflexión, a los generadores de nuevos códigos, que en su época pasaron por locos, desadaptados o herejes. Ellos no buscaban la perfección ni tenían miedo a equivocarse, o Galileo jamás habría osado enfrentarse al Santo Oficio por argumentar que la Tierra se movía alrededor del Sol.

Tampoco las grandes innovaciones provienen de quienes buscan la perfección –o lo que se percibe como tal según la moda, la idiosincrasia o el propio dogma-, sino de quienes la desafían, de quienes se toman a sí mismos menos en serio que el promedio como para aceptar la posibilidad del error, de quienes se deciden a pensar fuera del marco o, tanto mejor, de quienes descubren que el marco no existe, que es puro espejismo del convencionalismo imperante, una más de esas barreras imaginarias que dejamos a nuestra mente levantar a imagen del credo cultural.

Las innovaciones más exitosas no pasan por la excelencia –que es la cualidad en grado mayor del estándar existente, una mejora en grado mas no un cambio de concepto-, sino por la diferencia. Y como la diferencia implica abrir caminos, transitar sin huellas previas, el error no solo es elemento inevitable del proceso, sino también su herramienta más útil, la mayor fuente de aprendizaje. Por ello Galo Pozo, un gran pensador contemporáneo, sostiene que muchos se recuperan del fracaso, pero pocos, del éxito.

Más relacionadas