Entre la felicidad y la ignominia

Jesús Ruiz Nestosa
Salamanca, España

No sé qué pudo haber pasado ayer pues escribo dos días antes de aquella “fecha feliz”, esa fiesta de la ignominia que muchos se niegan a olvidar. O, mejor, recordémosla siempre, pero dentro de su verdadera significación: la fecha del nacimiento del más cruel tirano que debió soportar Paraguay a lo largo de su historia.

Me entero que hay intenciones de reivindicar la figura de Stroessner aprovechando el día de ayer para recordarnos aquella exaltación de la ignominia y de la humillación que se llevaba a cabo a ojos de todos, que la podíamos ver con nada más pasar por la avenida Mariscal López frente a la residencia presidencial o verla a través de los generosos espacios que le dedicaba la televisión que terminó cayendo, “manu militari”, en manos de su hijo Gustavo.

Desde la víspera de la fecha onomástica, se formaba una larga cola de adulones, pelotilleros, chupa medias, zalameros, serviles, que iban a felicitar al tirano que mientras tanto dormía sin que ningún ruido de la calle turbase su sueño. Había en aquella ignominiosa cola gente de edad que no podía estar tantas horas de pie, por lo que su chofer le llevaba una silla en la que podía incluso cabecear un sueñito. Si llovía, que solía llover a veces, el ayudante sostenía un paraguas mientras chapoteaban todos en el agua. La cola era larga, desde el portón de Mburuvicha róga se extendía hacia la avenida Kubitschek y seguía mucho más allá.

La salida del sol era saludada con salvas de artillería, la aviación realizaba vuelos rasantes y la cola comenzaba a moverse lentamente. Dicen que había gente que controlaba quiénes iban y quiénes no, quiénes estaban y quiénes no. Además de gente que tomaba en cuenta a quienes estrechaba la mano y a quienes sólo les otorgaba una inclinación de cabeza, pequeña, ligera, no fuera que se dislocara el hueso de la nuca.

Aquel rito, que se repitió anualmente durante los casi cuarenta años que el dictador tuvo secuestrado el poder, no se vio nunca como en realidad era: un acto de sumisión, de humillación, de indignidad, de menoscabo de la personalidad de uno, del que iba a decirle con su solo gesto, que podía seguir pisoteando su pequeña honra por todas las décadas que él lo desease.

Dio la coincidencia que el diario “El País”, en su edición de ayer (jueves 31) trajo un amplio informe de lo que sucede en Rumania, donde, al parecer, por fin se han decidido juzgar a los asesinos de la larga dictadura comunista. Las víctimas de la tiranía de Nicolae Ceausescu y su esposa Elena, ambos fusilados después de un juicio sumario en la Navidad de 1989, el mismo año en que fue derrocado Stroessner, las víctimas que lograron sobrevivir, digo, no muestran mucho entusiasmo ante el juicio que se ha abierto a dos torturadores y directores de cárceles para presos políticos.

Al finalizar la dictadura, el nuevo gobierno rumano creó el Instituto para la Investigación de los Crímenes Comunistas y la Memoria del Exilio Rumano. Su director explica por qué sólo ahora, después de tantos años de silencio, la justicia se ocupa de aquellos crímenes: “Porque Visinescu y Ficior (los dos torturadores acusados) ya no constituyen una amenaza para el sistema. Quizá porque ya no pueden implicar a ningún dirigente comunista vivo”. En este mismo sentido, una de las víctimas explica: “Que se les acuse hoy a Visinescu y Ficior no significa nada porque lo único que ha hecho la justicia rumana es proteger a criminales, y son sus hijos los que ocupan la judicatura”.

Hace algunas semanas, en esta misma columna hablaba de la extrañeza que me causa la poca atención que ha merecido entre nosotros todos esos largos años de dictadura que en realidad comenzaron en 1947. Barrer la basura y esconderla abajo de la alfombra no colabora en nada a mantener la casa limpia, sólo traslada el problema de un lugar visible a otro que no lo es con el peligro de que en cualquier momento y por cualquier causa fortuita, vuelva a ponerse bajo nuestros ojos. Esto es lo que está sucediendo y aunque seamos reacios a admitir la experiencia de otros países, no estaría mal comprobar la cantidad de gente de la época de la dictadura que se ha reciclado sin ningún tipo de pudor como ha sucedido en Rumania. Que no nos cause extrañeza, entonces, que la historia se repita.

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