La última Sardana de Dalí

Miguel Molina Díaz
Barcelona, España

Corría el año 1919. Europa había decidido curarse del horror de la Gran Guerra. Al interior del Teatro Municipal de Figueras, en el extremo norte de España, se exhibían por primera vez las obras de un adolescente de 14 años cuyo nombre era Salvador Felipe Jacinto Dalí. Días negros vendrían dos décadas después. Un incendio convirtió al teatro en escombros hacia el final de la Guerra Civil española. Esos dos acontecimientos, separados exactamente por 20 años, cobran un simbolismo paradigmático cuando ingreso al edificio. Se trata del Teatro Museo Dalí. El sitio del debut y la última morada del más grande surrealista de todos los tiempos.

El museo en sí es una sola pieza de arte surrealista. Rompe con las formas tradicionales de la museología. Dentro de él no se puede hablar de colecciones: todos los elementos son parte de una totalidad. Decenas de visitantes convergen en el centro del antiguo escenario del teatro para admirar las pinturas que lo rodean. Nadie advierte el rectángulo blanco que se encuentra, sin inscripción, en el suelo y es permanentemente pisoteado por las multitudes. En su interior reposan los restos de Dalí, que se burla de la muerte. No es difícil comprender que el teatro es un universo paralelo. La cúpula tiene la forma del ojo de una mosca. En el enorme cristal que rodea el escenario ese ojo se refleja y reproduce. Poco a poco la forma de una cabeza gigante cobra sentido. Dalí, que planeó hasta el último detalle de su museo, permite que el público ingrese al lugar más surreal de ese universo: su cerebro.

Subo las escaleras y desde los ventanales puedo observar sobre un conjunto escultórico la barca de Gala y en el jardín el Cadillac de Dalí, el único automóvil del mundo en donde la lluvia cae por dentro.

Esa primera exposición de 1919, el debut del artista, tuvo lugar en la sala de fumadores del viejo Teatro de Figueras. Se dice que es la única sección del edificio que no fue consumida por las llamas de 1939. Su interior conserva el esplendor vanidoso y la estética del siglo XIX. Al alzar la vista mis ojos descubren una de las visiones más formidables que hayan podido ver. El techo de la sala está cubierto por el fresco ‘Palacio del Viento’, una inconfundible y genial manifestación del arte total. Las imágenes me llevan inevitablemente a una catarsis. El sitio no es un museo, es un teatro y visitarlo implica convertirse en personaje de la obra surrealista que se representa en su interior. Y el ‘Palacio del Viento’ es el clímax.

El fresco debe observarse como una historia contada en espiral: cuerpos atemporales caminan, cubiertos por la luz del sol, hacia los Pirineos. Cuerpos tomados de las manos forman un gran círculo y bailan la Sardana, la danza más tradicional de la identidad catalana que remonta sus orígenes a la antigua Grecia. La distancia entre el cielo y la tierra es reducida, el sol es alcanzable, la música rodea todo lo existente. Sentados en un palco aparecen, de espaldas, Dalí y Gala. Observan las imágenes de lo que para ellos es el paraíso. Grandes escenarios surrealistas se entremezclan en un paisaje de colores vivos. La presencia de ese cielo cercano, que casi se puede tocar con los dedos, es permanente. Los ángeles tocan las trompetas y el cuerpo de Dalí comienza a descomponerse y se funde con las imágenes del surrealismo, esos grandes espacios geográficos que paralizan el tiempo y deconstruyen la realidad.

Hacia el centro del fresco tres figuras forman un círculo: Dalí, Gala y un cuerpo limpio que de espaldas se asemeja a Jesús. Bailan la Sardana. Sobre ellos está la puerta de la eternidad. Mientras baila, el artista abre sus cajones interiores: deja caer los secretos de su humanidad. Comienza a despojarse de la vida terrenal y se prepara para morir. Sus pies y los de Gala están descalzos, no llevan los tradicionales zapatos propios de esa danza pues ascienden al cielo. Se despiden para siempre del mundo.

Mis ojos se nublan, los cierro por unos segundos y bajo mi cabeza. Cuando los vuelvo a abrir regreso a la realidad y comprendo que acabo de ver la última Sardana de Salvador Dalí. Al interior de la Sala ‘Palacio del Viento’ se cierra el ciclo de su genialidad y muere. Pero la muerte del artista es solo física: su cuerpo se desmaterializa y sus trozos se derraman sobre el paisaje universal. Alcanza la persistencia de la memoria y sus relojes chorreantes provocan el eclipse del tiempo.

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