Amor a la banderita

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

En Quito uno percibe que se acercan las elecciones municipales cuando mira por toda la ciudad una hilera de zafias banderitas verde-limón que afean el ya lamentable paisaje y que, en buena parte, malviven después del día del sufragio y luego terminan, descoloridas, volando y aterrizando en las calles y avenidas y generando toneladas de desperdicio adicional a las que ya sobran en los vertederos. Como cuando uno viaja por el país en automóvil y ve todavía muros calcáreos desdentados que llevan allí décadas, y se acuerda de que Rodrigo Borja o Jaime Nebot, por ejemplo, tenían un partido político. Y que ese partido político, a veces, representaba una cierta ideología, una toma de posición frente al fenómeno político, por más aberrante que fuera.

Quién votará seducido por las banderitas, piensa uno. Pero piensa, sobre todo, qué es lo que lleva a la ciudadanía quiteña a decidirse sufragar por un equis o ye candidato, después de lo que ha visto estas semanas anteriores.

Las estrategias de campaña para acceder a alcalde, por ejemplo, han pasado de la oferta fácil al ataque ad hominem, droga dura de los populismos latinoamericanos. Por supuesto, las ideas a largo plazo han faltado, y más aún las propuestas de construcción de espacios urbanos más plurales, diversos. Parece que esto no le interesa al electorado, feliz de que le llenen de policías los parques, las calles, las plazas y las autopistas, y de ver a tropas militares revisando las cajuelas de los automóviles. Si se le da una buena dosis de púas, calles anchas, parqueaderos y conciertos de los mismos artistas que llenan los coliseos desde hace veinte años, el resto poco importa. Tanto da, si puedo llenar los muros de mi casa de vidrio de botella.

Las discusiones sobre el acceso a un transporte público de calidad, a una mayor visibilización de la diversidad étnica y sexual en una ciudad retorcidamente racista, xenofóbica y homofóbica, a una mínima integración entre el sur y el norte, a una política patrimonial y espacial coherente, a un plan de manejo de residuos (ay, las banderitas) y a un acercamiento más amistoso y comprensivo hacia las decenas de miles de extranjeros que ahora también son quiteños, son temas que, a juzgar por los candidatos que representan a Quito, parecen ser charla de cafetín.

Dos evidencias, procedentes de los movimientos de los candidatos con mayor opción de ganar la alcaldía, bastan. La primera procede de Carlos Páez, subalterno del alcalde Barrera y Secretario de Movilidad del Municipio de Quito en el tiempo en que la ciudad ha tenido la peor movilidad que se recuerde. Para darse visibilidad, a Paéz no se le ocurrió otra cosa que empezar su campaña atacando a su contendiente, Antonio Ricaurte. Reminiscencias de la peor época del PRE. Las ideas de Paéz para mejorar una movilidad improvisada, de derroche estatal, y clientelar con los vehículos, están ausentes del debate. Por su parte, el movimiento de oposición, ávido de poder político pero pobre en iniciativas urbanas, ha prometido, a bombo y grito pelado, menos multas y menos impuestos. Y toros. Como si un plan de manejo de una ciudad compleja y con tantas particularidades estuviera basado en que la gente pague menos.

La patente mediocridad de la contienda electoral en la ciudad de Quito ha recalado en decenas de miles de votantes perplejos, sin saber dónde dejar su rayón. La misma ciudad que, para desterrar presidentes gritó “que se vayan todos”, vive del pobre consuelo de pensar que su clase política es, por arte de Mandrake (Barrera dixit), una ruptura de lo que es ella misma. La desideologización de la discusión política, visible en la inentendible mezcla de progresistas y reaccionarios en ambos bandos, es la desideologización de la sociedad quiteña, su encanto por el consumo suntuario y su orgullo paradójico del glam barato que le dan las revistas de turismo. Viene Metallica, aunque lo más probable es que nadie se entere adónde vayan a parar las miles de banderitas que cuelgan en las casas quiteñas.

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