Los buenos vencidos

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

La animosidad nacionalista, esa plaga que debió haber sido arrasada después de lo que causó durante todo el siglo XX, ha tenido sus rebrotes en los últimos años en algunos gobiernos progresistas latinoamericanos, entre ellos el ecuatoriano. Como si ser de izquierda significara forzosamente adherirse de forma obligada a una nación, un país o una región. En el caso ecuatoriano, el “revival” nacionalista es curioso porque contiene, también, a saber: dosis de humor y ridiculez, sesgos de oportunismo, y una magnífica coyuntura para la política de alarido y desfile.

La paradoja del nacionalismo a ultranza ecuatoriano se ha venido construyendo desde su propia ausencia, cuando el país parecía estar condenado a ser un punto minúsculo en el mapa, una tierrita de nadie presa de su geografía irremontable, de sus múltiples pérdidas territoriales y de su bíblica capacidad para producir nada que no sea mano de obra barata destinada a oficios mal pagados en el exterior. Lo ecuatoriano era sinónimo de inhóspito, pequeño, endeble, desconocido. Ese síntoma se veía atenuado cuando los pocos que viajaban al exterior daban sus dos de pecho exaltando su procedencia y explicando a la gringada en general que en el Ecuador no se veía, necesariamente, chozas habitadas por macacos ni lianas que servían de transporte público en las ciudades.  Lo que nunca faltó fue aquellos desfiles militares, de corte claramente fascista, en los que, dispendiosos como hemos acostumbrado ser, sacábamos a marchar a las estudiantes, a los tanques, a los bombos y a los uniformes, a darse las vueltas por las avenidas de las ciudades principales y a entonar cánticos de terror y revancha.

El confuso incidente militar del año 1995, la modernización del país, pero sobre todo la modernización y el éxito relativo de la selección ecuatoriana, marcaron un viraje decisivo en el sentimiento nacionalista, aupado, vale decir, por una estrategia inteligente de mercadeo de las cervecerías. El imaginario ecuatoriano es, entonces, el de la tierra sufrida, maltratada por su clase política, pobre y oprimida, pero redimida por la certeza de que aquí vive “gente buena”, hombres y mujeres que aspiran al progreso.

Toda esa andanada de lugares comunes fue la perfecta oportunidad para el redencionismo político: Lucio Gutiérrez montado en un caballo, a modo de Bolívar lumpenesco; la clase media acomodada quiteña descerrajándose las gargantas al alarido de “que se vayan todos”; y el presidente Correa queriendo refundar la patria y retomando el discurso del sometido por los poderes fácticos imperialistas y la agobiante deuda externa.

Las imprecisiones históricas sobran en el revanchismo correísta, que además tiene la dudosa virtud de librar de cualquier responsabilidad a quienes dieron su voto por los que luego se endeudarían, malnegociarían con las corporaciones multinacionales o construirían un imperio de la sinvergüencería y la corrupción en el país: los propios ecuatorianos. No obstante, es un trabajo estratégico notable de política de la memoria.

Ya en estos últimos años, el nacionalismo ecuatoriano ha dejado ver su lado más rocambolesco. Éste es un país dolarizado que apela a los sentimientos de pertenencia de sus ciudadanos para que compren lo poco de producción nacional que queda. Que castiga severamente la comercialización de producción cultural nacional falsificada pero que legitima la copia de cualquier cosa que haya sido producida más allá de Rumichaca o Huaquillas. Que gasta millones de dólares al año en propaganda soberanista, especulando con un enemigo irreal, difuso, pero no es capaz de conservar sus recursos naturales, los mismos que le han dado de comer durante toda su historia republicana.

Como corolario a todo esto, uno de los símbolos de la ciudad de Quito, que es su himno, anacrónico y cursi, pero reflejo de su devenir histórico, ha sido reevaluado. Es de pensar que no hay tareas más urgentes en la ciudad, como el tema del respeto al ambiente, a las minorías o la creación de espacios públicos, cuestiones complejas que han quedado relegadas al último cajón del tedioso aparato municipal. Es de pensar, me imagino, que dentro de la pertinente discusión sobre la historia, el silenciamiento de ciertos episodios es necesario para obtener réditos políticos o generar antagonismos facilones.

El mestizaje, la irrevocable herencia española, parecen ser términos con que este país aún no se reencuentra. Lo más triste de este neo-nacionalismo violento y falaz es que muchas veces no justifica el mito que erigió como objeto de veneración: el de la virtud de los supuestos vencidos. Y que olvida la complejidad sobre la que se crea algo tan pasajero, tan circunstancial, en el tiempo, como una canción, una bandera o unas fronteras.

 

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