José Emilio Pacheco

Joaquín Hernández  Alvarado
Guayaquil, Ecuador

Hace pocas semanas murió intempestivamente en México D.F. José Emilio Pacheco. Los obituarios insistieron en sus compañeros de generación: sobre todo Carlos Monsiváis y Sergio Pitol y también de alguna manera Salvador Elizondo y Elena Poniatowska. Discutible, el concepto de generación, por lo menos en lo que se refiere a Pacheco, Monsiváis y Pitol, fue el nombre de una nueva sensibilidad: el cosmopolitismo asumido como destino por una parte y por otra, la pasión por lo irrecuperable de la vida: los arribos y salidas en que consiste la existencia humana y por lo mismo la pasión casi maniática por todas las posibilidades que cada uno despliega y las cosas que tienen que ver con ellas. Octavio Paz decía en una ya perdida Antología de la poesía mexicana que el signo de Pacheco era el Lago: aquello que contempla, recibe, reflexiona. Para añadir que este “Lago”, –la receptividad– estaba cruzada por un temperamento crítico. ¿Lo estático entonces  como condición de la prosodia, según resumiría posteriormente Christopher Domínguez la narrativa de Pacheco?

Poeta, novelista, ensayista, periodista literario, traductor de literatura latina e inglesa (hay que recordar necesariamente su versión de los “Cuatro cuartetos” de Eliot) el cosmopolitismo no fue para Pacheco motivo de ínfula de ser uno más de los que escriben desde el Café de Flore o el abrazo de despedida necesario para salir del provincianismo ingenuo.

Cosmopolitismo fue la constatación melancólica y hasta sombría de no estar nunca en ninguna parte, siempre entre incesantes arribos y llegadas, pérdidas y hallazgos por tanto, como el de su poema en el aeropuerto de Heathrow en Londres: “Pero todo se esfuma en el nunca más. /–‘Nunca más la verás’–,/ Dicen, Arrivals and Departures,/ las quijotescas pantallas”. Para el poeta, irónicamente, esas frías pantallas del aeropuerto no eran sino la rememoración de la sentencia cervantina: “No la has de ver en todos los días de tu vida”.

Los obituarios dicen además que José Emilio Pacheco fue un hombre sencillo y modesto, ajeno a la pose de los presuntos creadores que creen irrumpir en el universo literario. Su poema “Carta a George B. Moore en defensa del anonimato” es una reivindicación del azar y de la abolición del tiempo: “No sé por qué escribimos, querido George. / Y a veces me pregunto por qué más tarde/ publicamos lo escrito. Es decir, lanzamos/ una botella al mar, harto y repleto/ de basura y botellas con mensajes. / Nunca sabremos/ a quién ni adónde la llevarán las mareas./ Lo más probable/ es que sucumba en la tempestad y en el abismo”.

Ganador del Premio Cervantes y de otra infinidad de distinciones más, doctorados honoris causa y múltiples membresías académicas, Pacheco decidió que sus cenizas fueran esparcidas en Veracruz. “El mar no tiene dioses porque el mar/es más vasto y antiguo que la tierra”, escribió en homenaje a Propercio. “Pensábamos vivir toda la vida” decía su esposa Cristina en el homenaje póstumo. Se cayó entre sus libros después de mandar su última columna “Inventario”.

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