El síndrome Bonil

Carlos Jijón
Guayaquil, Ecuador

La verdad es que no le iba mal a Augusto Barrera en las encuestas antes que ocurriera el malhadado Caso Bonil y que el periodista más popular de Quito, el caricaturista del diario El Universo, fuera acusado por el poder, y posteriormente procesado  y condenado por dibujar en una caricatura lo que la mayoría de quiteños pensaban que ocurrió. Ciertamente, no era la primera vez que el Presidente Rafael  Correa atacaba a Xavier Bonilla; no fue la primera vez que lo describía como un “sicario de tinta”, ni que sus dibujos provocaban que el diario en el que los publica fuera sancionado. Pero su juzgamiento por un tribunal que nadie cree imparcial fue, en mi criterio, la gota que derramó el vaso de la paciencia de una ciudad cuyos símbolos más importantes han sido constantemente vapuleados.

Contrario a lo que ahora se dice, yo creo que a Barrera le iba bien en su campaña hasta que a la revolución se le ocurrió meterse con esa especie de Evaristo del siglo XXI en que ha devenido Xavier Bonilla. No se trató, pues, que de pronto la ciudadanía descubrió que Barrera era poco carismático, o que no tenía la talla de un político nacional. Eso ya lo sabía cuando lo eligió la vez pasada, y durante todo el comienzo de la campaña en que exhibía cifras que bordeaban el 50% de la intención de voto. Lo que yo creo es que finalmente los quiteños se hartaron de una forma de gobernar que, aunque contraria a sus costumbres, habían tolerado durante los últimos siete años.

El problema es que no lo vieron. Era más fácil creer que el culpable de la caída en las encuestas era el poco carismático Augusto. Y al no advertir que la culpa recaía en el propio  Correa  erraron también en las medidas a tomar para revertir la caída. Así, en lugar de alejar a Correa de la campaña, lo que se hizo fue lo contrario, perseverando en el error a medida que constataban como caían. Al punto de insistir en la realización de la sabatina para culminar una elección que estaban perdiendo precisamente por actos como el de la propia sabatina. Yo no me sorprendería si se comprobara que los últimos diez puntos, de los casi veinte que les ha sacado Mauricio Rodas (según los resultados no oficiales) se perdieron precisamente la mañana del sábado.

Por supuesto, hay que reconocer la inteligencia de un hombre que logró convencer a los quiteños que haber obtenido casi el 4% en las últimas elecciones presidenciales era un triunfo importante. Mauricio Rodas, que empezó su campaña proclamando que no militaba en la oposición, que no se ubicaba en la derecha y que solo aspiraba a trabajar mancomunadamente con el Sr. Presidente, tuvo la habilidad para terminar la campaña convertido en el líder de la oposición al gobierno amigo de Nicolás Maduro, Evo Morales y Raúl Castro. Una especie de Capriles, más o menos.

Es sin duda un hombre con suerte. No intento desconocer su talento. Ganar las elecciones con todo en contra, a un gobierno que controla todos los resortes del poder es sin duda importante. Pero un análisis electoral que no reconozca el importante papel  jugado por Guillermo Lasso en el triunfo de la oposición de este domingo es, a mi juicio, incompleto. Rodas tuvo la fortuna de encontrar en el escenario a un hombre que entendió la importancia de no dividir el electorado ante un contrincante como el que enfrentaban. Y tuvo la capacidad de desprendimiento para retirar al candidato que su partido ya había proclamado. Es cierto que Juan Carlos Solines apenas estaba despuntando. Pero no es menos cierto que una oposición dividida tenía menos oportunidades de triunfo.

Lasso entendió que lo importante no era ganar las alcaldías sino derrotar a  un contrario que menoscaba nuestras libertades. Yo creo que Correa no entendió que el problema no era el poco carisma de Augusto sino que el pueblo de Quito, y el de Guayaquil, el de Machala, y el de Cuenca, empezó ya a resentir esa falta de libertad. Al final, los garantes de la democracia funcionaron. Pero el proceso de conteo de votos aún no ha terminado. Y en realidad, recién empieza.

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