Distribución del poder

Hernán Pérez Loose
Guayaquil, Ecuador

La distribución territorial del poder es una de las características más salientes de los estados democráticos modernos. Razones de diverso origen han contribuido a este importante fenómeno. Por un lado, un sistema administrativo donde todas las decisiones, y aquellas que le siguen para ejecutarlas, provengan de una estructura central conlleva enormes ineficiencias y altos costos. Más aún considerando las complejidades de la vida moderna.

Por otro lado, en la medida en que los centros de decisión y los actores que las adoptan se encuentren más cerca de la ciudadanía, la democracia se enriquece y se facilita el control del pueblo sobre los primeros. Como observaba Karl Loewenstein, la distribución territorial del poder en unidades subestatales garantiza el control vertical del poder político. (Así como la distribución del poder entre las ramas del Ejecutivo, Legislativo y Judicial asegura su control horizontal).

Se favorece el control del poder, pero también se enriquece la participación democrática. El autogobierno democrático de las unidades territoriales infraestatal es la mejor, y más antigua, escuela de la democracia; aparte de sus ventajas en términos de eficiencia administrativa. Ese concepto del self government de la tradición anglosajona, enraizado en la Grecia antigua, fue clave en el moderno constitucionalismo, así como en el contorno de la democracia como manifestación de una cultura y expresión de una forma de vida singular.

Hay además realidades históricas. La formación de los estados nacionales no nació en el vacío. Fue un proceso en el que las unidades territorialmente menores jugaron un papel decisivo, ya sea como términos de sus crisis y debilidades, como de sus energías y fortalezas. Necio sería ignorar el papel crucial de los cabildos en nuestro proceso de Independencia, antecedente directo en la configuración de los estados latinoamericanos. Igual cosa podría decirse del town o la city en la América del Norte, y, por razones muy diversas, los burgo-feudales en Europa.

Ya sea por razones de eficiencia administrativa, o por motivos de fortalecimiento democrático, o como respuesta a realidades históricas, lo cierto es que los gobiernos locales son piezas imprescindibles, nervios vitales, no solo de la organización y política nacional, sino inclusive del espacio cultural en que se mueven las sociedades contemporáneas. Curiosamente el proceso de globalización en que estamos inmersos ha terminado por reivindicar a la gobernanza local.

Obsérvese que los grandes y repudiables experimentos totalitarios europeos del pasado siglo fueron reemplazados por sistemas políticos diseñados con perfiles profundamente descentralizadores. El federalismo alemán, la regionalización italiana y el régimen de comunidades autónomas españolas no fueron sino una respuesta deliberada frente a los desastres de un poder sin límites verticales, como fue el fascismo.

Las pasadas elecciones seccionales han marcado un importante paso en la consolidación de nuestra democracia. Los gobiernos locales han salido fortalecidos, así como la política como ejercicio civilizado de competir por el poder legítimo. La convivencia de una diversidad política bajo el techo de una misma nación no es una novedad y menos el signo de un cataclismo. Todo lo contrario.

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